Eran veinte, y todas preciosas.
Sí, bueno, es verdad que dos de ellas eran preciosas de esa manera en que se es preciosa cuando hay que mirarte siendo tiernoy entendiendo lo espantoso del suelo del mundo que estás pisando, pero me atrevo a creer que no me equivoco diciendo que lo eran todas.
Eran anoréxicas unas. Bulímicas otras. Cada una en un momento, en un momento doloroso de una enfermedad que la mayoría ni siquiera entendía, que pocas aceptaban, para la que sólo algunas veían una salida, no ya cercana, sino por lo menos, no más lejos que el resto de la vida.
Y no es un eufemismo. Aunque mi amigo Nicolás (que se ríe siempre por fuera por mucho que llore por dentro) ya me lo había explicado, con acento asturiano y un cariño que a veces asusta y hace sentir envidia, la verdad es que no me lo esperaba. Mi imagen mental, claro, imagino que os pasará a todos, era la de un grupo de niñas escuálidas y casi adormecidas, bien por el miedo, o los fármacos, o el hambre que se niegan a aceptar. Y a mi primera frase os remito. Es curiosa la sorpresa al comprobar, in situ, de viva voz, que son todas guapas, que son todas bonitas, que son todas inteligentes, y qué incapaces seríamos todos de no verlas preciosas en un espejo.
Todos. Salvo ellas.
Sorprende, después de eso, la ternura y el calor con que te acogen, cuando llevan ya una semana de campamento y todos los grupitos están hechos, sin saber quién demonios es ese de rizos que dice que viene de voluntario, sin saber que es el mago que va a actuar esa noche, sin saber que se irá al día siguiente de sus vidas, fugaz, y la verdad, un poco (bastantante, coño) asustado.
Te sorprende el miedo de algunas, la ira que esconden detrás del ojo pintado, la ropa de Bershka en pleno albergue rural y las mechas perfectas, la risa de algunas que esconde más lágrimas de las que les llueve en Santander en esos quince días, la prisa que tienen otras por abrirse, por hablar contigo, porque quieren, porque saben, porque necesitan contarte todo lo que les duele, cómo han llegado hasta aquí, el terror que sienten al mirar hacia atrás, y la firme pero trágicamente frágil determinación de algunas, que miran al espejo en que se ven escandalosamente gordas, y con dos cojones más grandes que la de algunos especímenes que les triplican el peso decirle: "tú a mi ya no me la juegas".
Te sorprende que te vean llegar y les encante, y que te pregunten quién eres y a donde vas, y a los diez minutos de estar allí, seas otro del grupo, como si nadie estuviese mal, como si el mundo estuviese correcto, como si llevases allí, no la semana, sino todas las semanas desde que empezase todo.
Y luego, por la noche, cuando Marcos se iba para que saliese al escenario (la sala de manualidades, con treinta sillas, y más magia que en los estadios de Copperfield) Max Verdié, te entran las ganas de llorar al día siguien desde el blog, al darte cuenta que nadie aplaude más desde el corazón que los que lo tienen roto. O tan cansado.
Huérfanas del espejo equivocado.