...es el principio y el fin.

miércoles, febrero 27, 2008

La bañera del tiempo (I)


A falta de un nombre mejor, lo llamaré "el viajero a través del tiempo".


Sé, pues así me fue contado, que no es la primera vez que se emplea este término para referirse a alguien, si es que puede hablarse de primeras veces en lo que a viajeros del tiempo se refiere.


No diré su nombre real, claro, ni haré referencia ninguna al lugar donde vivía, o trabajaba. Ignoro quién ni cuando leerá esto, y es tan frágil el entretejido del tiempo que no quisiera perder de mi memoria estos episodios o borrarlos de la existencia, quizá tan sencillo sea. En tres idiomas escribo esto. Uno es el español, por ser mi lengua materna. Otra es el gumún, por saber que será la que más uso y alcance vaya a lograr, y es la tercera el latín, pues así me lo pidió alguien importante. He introducido, lo siento, errores deliberados en el empleo de estas lenguas, para no arrojar pista alguna sobre cuándo fueron escritos, o cuándo nació y vivió quien esto escribe.


Pese a mi anonimato y el del viajero a través del tiempo, si indicaré que su oficio y formación eran las propias de quien ejerce de ingeniero. No sé si quien lea esto conocerá el término, o si en su época o lugar existe tal profesión o alguna similar. Son quienes solucionan problemas. Conocen las leyes de la física y la naturaleza y saben pergeñar y diseñar los artilugios que solucionen los contratiempos a los que el hombre, a diario, se enfrenta en su lucha contra la naturaleza. Fue este conocimiento de los mecanismos que hacen funcionar el mundo y la realidad lo que condujo al viajero a través del tiempo a ser capaz de crear el dispositivo, el artilugio que le permitió quebrar a voluntad las corrientes que hacen avanzar el tempo y el ritmo del universo.


Sin embargo, que un hombre posea capacidad para hacer algo es baladí en lo que a esta historia se refiere. Lo que realmente la vuelve importante son las causas que condujeron al viajero a través del tiempo a desear moverse y viajar (si moverse y viajar son verbo apropiado) de una forma que tan antinatural le resulta al ser humano.


Así pues, he aquí el proverbial leit motiv: ¿qué mueve a un hombre cuerdo a querer viajar a través del tiempo?


(continuará)

Jugar a ser cangrejo

De dos en dos, y bien desparejados
caminan sin la mano dos idiotas,
la dama en zapatitos y él en botas,
no sea que coincidan sus estados.

Se sientan al ladito y separados
pudriéndose el amor con cuentagotas,
ella obsesionada al dar la nota,
no sea que dirán, los innombrados.

Por si acaso, dice él, yo me he comprado
un relojillo de esos digitales,
y así, pues pierdo el tiempo controlado.

Que tanto ping-pong va a pillarnos viejos,
que paso de vestirnos con retales,
que paso de jugar a ser cangrejo.

martes, febrero 26, 2008

La vida en negro

Hace veintiún años, me pusieron un kimono blanco, con un cinturón blanco.

El sábado, sobre un kimono negro me pusieron un cinturón negro.

Hay una curiosa teoría sobre los colores de los cinturones que se le ocurrió a Kawaishi sensei, uno de los grandes del Judo clásico. Es un pelín vanidoso que me la cuente a mi mismo, así que me callaré.

Recuerdo perfectamente el primer día que vi un tatami. Me bajó mi madre a la mazmorra donde entrena Judo Lourdes, para que lo viera, porque no me habían comprado el kimonillo aún. Todos mis compañeros de clase empezaron ese día, menos yo. Lloré la mitad del camino de vuelta a casa.

Casi lloro en el de vuelta a casa de hoy. Parece que el negro no da súper-poderes.

Noticia sin más que os importa bastante poco. Pero o digo algo o reviento.

Gracias a los que fueron a verme... es más importante de lo que pensáis. A los habituales y a los que fueron sólo ese día. Besos y abrazos.

Y como dice un maestro, mientras tanto, seguimos entrenando.

Y ruede la rueda, y gire la
noria...

martes, febrero 05, 2008

Un niño loco vestido de negro

Eran otros tiempos.

Los tebeos que leíamos eran de la década anterior, o más atrás, y normalmente prestados por un primo mayor que ya no los quería. Las historias estaban mezcladas e incompletas, las traducciones eran absurdas y los nombres de los personajes incluso variaban de número en número. Así eran los superhéroes en los ochenta.

Vale, vale. Era el final de los ochenta, pero eran los ochenta.

Había algo extrañamente mágico, algo poderoso en aquellos señores con poderes vestidos en estrechísimos trajes. Algo que hacía comprensible que se vistiesen de licra, que volasen y que lanzasen rayos. Tenía yo, antes de entender el Multiverso, la idea curioso de que en algún lugar, en algún momento, todo eso estaba ocurriendo. De verdad. Algunas veces, incluso, al salir del colegio miraba hacia arriba, con la esperanza de ver al doctor Octopus peleando con Spiderman, ignorante de que Manhattan estaba demasiado lejos, y que el fragmento de posibilidad que separaba el mundo de Peter Perker del mío era demasiado improbable.

Luego llegaron las series regulares, historias hiladas unas detrás de otras y la dolorosa realidad de que algunos héroes no vivían en los mismos universos. Nunca sabríamos (¡aunque yo SÍ lo sabía!) quién ganaría si se pegaban Superman y El Artista Antes Conocido Como La Masa, o Batman y el Capitán Estados Unidos. Años más tarde todo eso se solucionaría. Y con el tiempo y la edad, comencé a fijarme en un señor que antes nos había pasado casi desapercibido. Confieso que una película tuvo mucho que ver, y la cantidad de juguetitos que de él vendieron. Era un niño, casi como nosotros, que, afectadísimo tras el asesinato de sus padres y decide convertirse en un soberbio atleta, un experto criminólogo y vestirse de cuero negro y sólo salir por las noches a defender la justicia y evitar el crimen.

Me costó varios años entender que Batman estaba tan loco como los criminales a los que perseguía. Gente que desde el punto de vista del niño en su República Feliz eran malos porque mataban gente y estaban desfigurados y estaban obsesionados por cargarse al niño loco vestido de murciélago, ya mayor.

Por supuesto, llegaron otros. Unos tíos de pelos raros que buscaban bolas de dragón por el mundo apartaron a los de las capas y la licra durante dos o tres años. Pero los buenos villanos siempre vuelven. Y cuando volvieron, el mundo, o quizá mi visión de él ya no era la misma.

Batman, el niño loco vestido de negro ahora era exactamente eso, un adulto frustrado incapaz de superar un brutal asesinato, y había una extraña lógica detrás de lo que los tíos desfigurados hacía al matar gente, atracar bancos o, esquivando el Comics Code, violando a jóvenes ayudantes. En el mundo real había gente que mataba y no era malvada, y gente que debería defender la justicia que sí lo era. ¿Por qué no iba a ser así en el mundo del niño loco vestido de negro?

Hoy sigo sin poder vivir sin ellos. Por eso, aunque ya no salgo del colegio, a veces miro hacia arriba por las noches, y nunca busco estrellas.

Siempre espero ver una sombra fugitiva en la esquina de alguna azotea, para que me recuerde que a un fragmento de posibilidad de aquí, a una leve distancia vibratoria, en algún punto del multiverso, Batman sigue persiguiendo al Joker.

Pero el Joker se escapa, y siempre vuelve.

Los buenos villanos siempre vuelven.

lunes, febrero 04, 2008

Que me sobren los motivos

Me lo preguntan a veces. Imagino que es normal. Habló mucho de él, lo escucho mucho, le investigo, me aprendo de memoria su vida y obras, y me influye, este señor. ¿Cuál es tu canción favorita de Sabina?

Qué barbaridad.

De las casi (¡casi!) cuatrocientas canciones que ha escrito este señor, hay muchas buenas. Muchísimas. Hay un buen puñado de grandes, e incluso alguna escrita regular. La prisa, o la desgana, supongo.

El caso es que me es imposible escoger sólo una, al menos así de golpe. Pero estas cosas me dan por rachas. De las muchas que tiene que metería en un Grandes Éxitos (o Grandes Fracasos, que vaya temas nos pone veces El Flaco), cada temporada la que más me gusta es una. Una y sólo una.
Una, ya ven. Y durante ese tiempo, hasta que sé tocarla o me olvido del asunto, como diría su Primo el Nano, no hago otra cosa que pensar en ella. La canturreo, la susurro, trato de aprenderla, todo el día con ella en la cabeza.

Pero a veces, me pasa a veces, que caigo en la cuenta de que hay canciones que tienen dueño, y que no son mías.

Y que no voy a poder volver a escucharlas otra vez.

Ni a tocarlas.

Aunque me sobren los motivos.