...es el principio y el fin.

lunes, septiembre 29, 2008

La Ley de Tarkel



Me quedo con:
los Marines Espaciales, los kimonos negros, mis Dos Hermanos Pequeños, Estalia, don Francisco, los duendes, las chicas de ojos tristes, las siestas, el mar, el rocanrol y los boleros, las morenas de ojos azules, el momento en que empieza caer la lluvia, la Misma Cerveza Que Bebía Mi Padre, los trece de febrero, mi vitrina, la Edad de Oro, los Recién Descubiertos (y no os voy a citar a todos), la barbocracia, los disfraces, el buen tiempo, los campos de trabajo, levantarse tarde, las noches que duran todo el día, el Pocho´s Pub, la piscina y todos los de dentro, los calcetines de colores desparejados, las gafas de pasta, los vampiros, el clan McLeod, la luna roja con Rosita, Cartago, Tortilla, Rol en Vivo a las Tres de la Mañana, las crónicas mutantes, El Jugador Blanco y el Jugador Negro, los cuatro apocalipsis, la Sociedad Helio, la mujer más Pequeña del Mundo, la Gentileza del Corazón, los veranos de mil días, las corbatillas, el Espacio Orkoide y los Dominios Orkos, las chapas, los espejos, los torreznos y La Suerte, el País del Fin del Mundo, los toreadores, las flores que no pinchan, la gente que canta sin tener demasiada voz y en plan canalla, Hulk Hogan, los dados de diez caras, mi barba con perilla, el chocolate, La Musa de Rizos por el Norte, las películas de tiros, las francesas, El Grande, el niño loco vestido de negro (y su amigo), la Ley de Tarkel, mi bandera con una calavera, mi pendiente y mi Princesa Pirata de los Arrabales.

Se borra: no entrenar por tonterías, la resaca de Salou, el hacerlo todo a medias, la gente que miente sin abrir la boca, los dieciocho de noviembre.

Gana lo que mola.

Por goleada.

Círculos.

Círculos.

Círculos, para el ojo poco observador.

Comienzan en el punto en que terminan, siempre iguales. Siempre diferentes. Yugen: desenfocados. Imprecisos, pero tremendamente detallados.

Visto de frente, el ciclo comienza y recomienza siempre en el mismo punto, es que entiendes que son espirales, y que sólo se repite el viaje si no te molestas en encontrar la perspectiva.

Estaciones.

Estaciones.

Estaciones, que dividen el círculo en trocitos.

Pedazos que entendemos mejor, y les podemos poner nombre. Y así sabemos a qué atenernos aunque cada instante nuevo sea una sorpresa. Banpen Fugyo: esperar lo inesperado. Y dejarse sorprender.

No hay más que cerrar los ojos y oler el mundo cuando llueven las primeras gotas: irrepetibles aunque parecidas, las Estaciones no serán nunca las mismas.

Momentos.

Momentos.

Momentos, cada uno único y perfecto.

Se agolpan esperando suceder, unos duelen y con otros nos reímos. Acaban, y más rápido que un reyón, proclaman monarca al instante siguiente. Omedeto: En Hora Buena. Y también en las malas.

A veces está el error de dejar pasar uno pequeño pensando en el mayor, y se va, se pierde y no volvemos a encontrarlo. Se gastan los que no empleemos. ¡Atrápalos!

Círculos.

Círculos.

Círculos...

El Asunto Del Hombre Sin Zapato


He intentado estos días escribir canciones.

No lo hago bien, pero es divertido. La culpa la tiene un disco nuevo que ha salido. Me han entrado ganas.

A veces pasa, diría una.

Lo malo es que sólo se me ocurre un tema, pero sobre ese no debería escribir. Para paliar el ansia, hago sonetos montado en la bici de los endecasílabos, como diría otra que es más Pequeña. El resultado es estrictamente cerebral. Como siempre. Escribo vivos, también. Juegos de rol en vivo. Nunca se me ha dado bien desarrollar ideas, sólo tenerlas, y la imagen de Tarkel sin un zapato atado a una silla con otros cinco tipos, encerrados en una habitación sin que nadie sepa de qué va todo, me persigue. ¿Cómo acabará El Asunto del Hombre sin Zapato? Hay un final sorpresa, pero no puede contarse por aquí.

El mundo crece bajo nuestros pies, inexorable, una fuerza irresistible que no podemos detener. El peso de la realidad (matrículas, trabajos, alquileres) lucha un duro mano a mano con la fantasía misteriosa que acecha y vive debajo de la realidad. A veces creo vislumbrar un patrón invisible y casi imperceptible que se arrasta bajo las capas de lo mundano, incomprensible aunque al alcance de la mano.

Otras veces, creo que leo demasiado libros de Vampiro.

El mundo, digo, crece. También el de dentro. Cada idea nueva se suma a las anteriores, cada imagen se añade al cuadro entero, y nunca se detiene la rueda que lo mueve todo.

La belleza, igual que la sabiduría, acecha en cada brizna de la existencia. Todo funciona muy deprisa y acabamos convirtiéndonos en usuarios del sistema de usar y tirar. Todo está poco claro y se nos vuelve impreciso, y se suman días que se van perdiendo, aunque el tiempo (muy, muy despacio) arregla, inerme, heridas (en la rodilla, en otro sitios) que se dejan para luego.

No queda otro remedio que seguir caminando, aunque duela la rodilla, aunque cada vez me la miro (y toco) menos.

Estos días he intentado escribir canciones.

Y sólo me ha salido esto.

Y El Asunto del Hombre sin Zapato.

jueves, septiembre 25, 2008

Un violinista en tu tejado

Eres tan dura
como la piedra de mi mechero.
Me asaltan dudas
de si te quiero.
Eres tan fría como el agua
que baja libre de la montaña.

Y no lo entiendo:
fue tan efímero
el caminar de tu dedo en mi espalda dibujando un corazón
Y pido al cielo
que sepa comprender
estos ataques de celos
que me entran si yo no te vuelvo a ver.

Le pido a la luna
que alumbre tu vida,
que la mía ya hace tiempo que yace fundida.
Con lo que me cuesta
querer sólo al rato,
mejor no te quiero, será más barato.
Cansado de ser el triste violinista que está en tu tejado,
tocando pa´l inglés siempre desafinado.

Eres tan tenue
como la luz que alumbra en mi vida,
la más madura fruta prohibida,
tan diferente
y parecida
a la tormenta que se llevó mi vida

Y no lo entiendo...
Fue tan efímero
el caminar de tu dedo en mi espalda dibujando un corazón.
Y pido al cielo
que sepa comprender
estos ataques de celos
que me entran si yo no te vuelvo a ver.

Le pido a la luna
que alumbre tu vida,
que la mía ya hace tiempo que yace fundida.
con lo que me cuesta,
querer sólo al rato
mejor no te quiero, será más barato.
Cansado de ser el triste violinista que está en tu tejado.
Tocando pa’l inglés siempre desafinado. (bis)

Mientras rebusco en tu basura
nos van creciendo los enanos
de este un circo que un día montamos,
pero que no quepa duda,
muy pronto estaré liberado
porque el tiempo todo lo cura,
porque un clavo saca otro clavo...
Siempre desafinado,
mientras rebusco en tu basura,
nos van creciendo los enanos
de este circo que un día montamos,
pero que no quepa duda...
_____________
De Melendi, del último. Que no siempre hace que entren ganas de bailar.

Ya no sé hacer canciones


De todas formas, no he sabido nunca.

Escribí muchas (algunas) en una época anterior, cuando todo estaba más claro y los Marines Espaciales llevaban servoarmaduras modelo 6. Jesús, el otro que cantaba, desapareció del mundo y asoma la oreja muy de vez en cuando. Sé, que me lo han contado, que le va bien aunque siempre que me lo cruzo parece un poco triste por dentro.

Igual es que llega el otoño.

Le prometí a La Duenda que nos juntaríamos algunas veces para hacer canciones. Nunca se fíen de lo que les prometa un pirata.

Me he bajado el último del Melendi.

Y escucho las letras y pienso en que cada vez estoy más lejos de lo que quería ser en diez años el chico de pelo largo que tenía Marines Espaciales con servoarmaduras modelo 6. No soy el que quería ser, y cuando los Marines lleven servoarmaduras modelo 8, quiero ser otro que ni me imaginaba cuando la modelo 6...
He hecho cosas que jamás pensaba que haría, y dejado de hacer otras que pensaba que eran inevitables.

Y he metido la pata. Muchas veces, como para toda la vida.

Y me he encontrado gente maravillosa, y sigo teniendo la curiosa certeza de que todo irá bien, pero, con las primeras canas empiezo a darme cuenta: al destino hay que empujarlo.

No hay canciones en el mío. Hay otras cosas (aplausos, quiero creer, magia, espero, fantasía siempre, gente de negro) y espero que vayan ocurriendo.

Que alguien me pregunte dentro de diez años si todavía no sé hacer canciones.

De todas formas, no he sabido nunca.

miércoles, septiembre 24, 2008

Mi nombre es Alcázar




El aire frío del otoño castellano se arremolinaba. Viento, barriendo hojas y diarios.

- En serio, no te atreves - dijo, mirando desafiante a su compañero.
- Pues claro, idiota - le interpeló, visiblemente ofendido - además, es mentira que esté encantado.

El teatro se erguía firme y poderoso, casi irreal, como rodeado entre la bruma. Ninguno de los dos muchachos sabía que llevaba abandonado sólo treinta años, pero no lo hubiesen creído de haberlo sabido. Viejos carteles que aparentaban un siglo de edad caían vencidos por la edad, presa del tiempo. Sucios cristales rotos atestiguaban que nadie había pasado desde hacía mucho por una taquilla en la que una rata se afanaba en morder un cucaracha, únicos y mudos testigos de una gloria ya caduca.

- Pues yo te digo que sí está encantado - se jactó el primero de los muchachos, subiendo la cremallera de su abrigo - me lo ha dicho mi hermano mayor.
- Tu hermano mayor es un mentiroso, y además es un cobarde - le espetó el segundo, mientras se quitaba el gorro y miraba uno de los altos ventanales, quizá calculando cómo trepar hasta él.

El viento frío de la noche de Valladolid mecía viejos papeles en la acera. Restos de diarios con noticias que los muchachos no entenderían, pistas y claves de una ciudad hace tiempo rendida al sopor, a la desidia, donde los días eran cada vez más cortos y los hilos que manejaban su devenir cada vez más oscuros. Más imprecisos. Más tenebrosos. A lo lejos, lo que los muchachos creyeron un perro aulló a la luna. Hubieran regresado corriendo a sus casas presas del pánico de haber sabido a qué se debía el aullido.

- Pues digo que no te atreves.

*******

Salió sangre.

Poca, y fue más el susto que la herida.

El muchacho se miró las heridas de las manos, la piel levantada y la carne enrojecida. Apenas un rasguño, pensó, para haber caído del ventanal.

- Carlos, ¿estás bien? ¿Te has matao? - la voz venía de fuera, de la calle - dime, mierda.
- No, subnormal, no me he matado - respondió Carlos desde dentro - esto está hecho una mierda, todo está lleno de polvo, como en las pelis esas de blanco y negro de fantasmas - dijo, aparentando menos miedo del que tenía.

Carlos miró en derredor. La luz era escasa, aunque la claridad de la luna y algunas farolas lejanas dejaban caer hilos de luz en el vestíbulo del viejo, muy viejo teatro. Un busto de Lope de Vega le observaba inerte desde una esquina. Los techos eran altos, muy altos, y una lámpara de telaraña resistía colgando el embate de las décadas. Aunque no intacta. A varios metros, abajo y más adelante, su gemela aparentaba en el suelo haber tenido menos suerte.Carlos había esperado ratas, cucarachas, quizá murciélagos, aunque sólo los hubiera visto en las películas.

No lo encontró.

En su lugar, una pálida atmósfera irreal empapaba el lugar. Lo ralentizaba. Todo allí era viejo y roto, y una capa de polvo como de estrellas cubría cada palmo del vestíbulo.

- Carlos, ¿qué haces? - dijo el muchacho fuera, pero Carlos ya no le prestaba atención.

La aire preternatural de aquel vestíbulo tenía un matiz irreal, como si fuese un escenario sacado de una fotografía antigua. En el más absoluto de los silencios, Carlos creyó oír un voz, profunda, grave y lejana reverberando en el suelo, en las columnas. En el mundo. En el viento muerto del interior del vestíbulo.

Caminó, hacia la entrada al escenario.

Carlos dejó de pensar en el dolor de sus manos en el mismo momento en que alguien más olió su sangre.

*****

- ¿Quién anda ahí? – el rugido era monstruoso, la voz que lo profería retumbaba en toda la sala del teatro haciendo agitarse las lámparas, haciendo temblar el suelo - ¿Quién? ¿Quién se atreve?

Carlos ni siquiera se pudo mover. El pánico, el horror, le mordieron los nervios y quedó paralizado. Su pulso se aceleró. Aquello excitó más a la critura.

La corpulenta bestia con voz de hombre avanzó hacia él, atravesando el teatro en línea recta. Si Carlos, si sus esfínteres no hubiesen adquirido vida propia, podría haber olido a varios metros el hedor podrido que brotaba del montruo.

- ¡Maldita sea! ¿Quién eres, niño? – si el rugido no hubiese estado teñido de la violencia de una amenaza de muerte, quizá Carlos hubiese percibido la perfecta entonación y el timbre poderoso, disfrazados de horror y hambre antinatural.

La criatura arrancó una butaca de un zarpazo en su inexorable avance. Otra. Dos más. Como el bosque ante una máquina imparable, Carlos vió a la bestia deforestar aquel teatro. El polvo que cubría los asientos se enmarañaba en una nube imprecisa, y Carlos empezó a llorar por el polvo, por el miedo. Sobre todo por el miedo.

El enorme ser se erguía frente a Carlos. Se arrodilló. Su cara, su fétido aliento y una purulenta colección de pústulas se colocaron a la altura del rostro de Carlos.

La voz grave del engendro ahora sonaba calmada, reconfortante, firme. Aquello sólo contribuyó a asustar más a Carlos.

- No, no, no… - dijo el gigantesco encapuchado – no tienes que preocuparte más. ¿Cómo te llamas?

Carlos no respondió.

El grotesco Goliat volvió a hablar. Profundo y solemnte. Poderoso.

- Mi nombre es Alcázar.

*****

El amigo de Carlos oyó un grito espantoso, pero muy breve, llegando asordinado desde las tripas del teatro abandonado.

Un escalofrío le recorrió el espinazo de arriba abajo. Pensó en correr. Pensó en ir a casa. Pensó en huir. Pensó en dar explicaciones a sus padres mañana, y a los padres de Carlos pasado mañana, pensó mucho y pensó rápido.

Un olor fétido le sorprendió, y poco después dejó de pensar.

Nadie había cerca, así que nadie oyó nada.

A lo lejos, algo que no era un perro aullaba a la luna.

Algunas horas después, rayana el alba, un borracho oiría una voz grave y profunda, cargada de atormentado sentimiento cantar con timbre excepcional un siniestro miserere.

Pero esa es otra historia.

El aire frío del otoño castellano se arremolinaba.

Viento, barriendo hojas y diarios.

martes, septiembre 16, 2008

Náyade



Me alegro.

Mucho.

Ya hablé de ella. En el blog, me refiero.

En la realidad, alternativa o no, lo hago a menudo. Muchos conocéis parte de su historia porque yo os la he contado, porque a veces me acuerdo de ella, porque generalmente, aunque no lo diga, no la olvido. Ni quiero ni podría. Ni debo.

Hay gente que pasa por la vida.

Y gente que se queda.

Ella vive en Inglaterra desde hace algunos años, en un lugar que llaman Swindon. Antes lo hacía en Valladolid, mi isla favorita, y antes de aquello, como Afrodita, nació en un lugar al lado del mar, que sus habitantes llaman Santander.

Como ya sabéis, como suelo contar, creo, se me ocurre que la gente que tiene Nombre en las historias no ha venido (no está) por casualidad. Dios no juega a los dados ni consulta tablas de críticos. Hay muy pocas cosas que sucedan sin razón.

A muchas personas les ha sucedido Bea. Como un faro, nos ilumina trozos del camino que ya no veíamos, que creíamos perdidos y resulta que el recorrido es mucho más sencillo de lo que creíamos. Que nos cura
con palabras la tormenta.

No sé qué casualidad mágica ha colocado a Bea en mi vida, y demasiado a menudo pienso que no sé qué hacer para mantenerla en ella. Por alguna razón que me es ajena, ella ha decidido quedarse y hacerme de faro cada vez que hablo con ella. Tiene el curioso título (y ella se está enterando mientras lee) de ser una de las dos únicas personas del mundo de quien acepto que me echen la bronca.

Y, cómo contarlo, no sé cómo devolverle todo lo que ella me ha dado.

Buscaré en la chistera.

Cómo me alegro.

¡Muá!

miércoles, septiembre 10, 2008

Los tengo a cienes

Es viejo.

Mucho. Hace cinco o seis, pero a veces me parece que hace mil años. En cierta ocasión amé a una princesa del reino vegetal (con violín). Era una patatita. La vi hace poco. Estaba preciosa y modernísima.

Y feliz.

Así da gusto reencontrar personas.

Es viejo, pero aquí lo pongo. A veces hacer limpieza hace sonreír.

Un beso, Patati.

LOS TENGO A CIENES
(a una patatita a un violín pegada)
En el mismo huequito que tu sienes
se esconde, chiquitín, el que suscribe.
¿Un verso para tí? Los tengo a cienes
cada vez que me alquilas el Caribe,

un trocito del mar de la impaciencia,
que deja empapadito al que naufraga
en el puerto privado de tus bragas,
paraíso terrenal, por excelencia.

Y luego a reposar nuestros ardores
en un campo de amor de Coliflores,
los dos manga por hombro y desnuditos.

Con que fíjese usted, menuda historia,
un graffitti que ha puesto en mi memoria
un violín travïeso y redondito.

martes, septiembre 09, 2008

Blam

Suele ser divertido creer en teorías divertidas. La de las tierras alternativas (la de los tebeos, la de Terry Pratchett, la de Stephen Hawking) en concreto. Siempre, cada vez que tomamos decisiones, cada vez que hay posibilidades de que ocurra algo, el multiverso se mueve y allí, a un latido de vibración, a una fracción de posibilidad de nosotros, está un universo en el que ha ocurrido algo que en el nuestro no.

Suele ser divertido.

Y a veces, en fin, no.

A veces es espantoso.

Se conocieron un viernes. Ya se habían visto antes, pero apenas habían hablado. Tenían constancia de su respectiva existencia, simplemente. ¿Sabes? Ni siquiera se caían bien. Es algo normal con la gente inestable. Si dos cosas que se mueven mucho se ponen cerca, algo chocará con algo.

Y chocó, claro, en esas pequeñas ocasiones que les dieron constancia de las respectivas existencias. Los pequeños roces son incómodos, y tardan en olvidarse. Ese viernes se rozaban, recordando la constancia que se tenían, que se tuvieron.

Y eran inestables y se movían mucho.

Y, por azar, por curiosidad, por miedo al resto del mundo, por hambre y por sed, por falta y por exceso de muchas cosas, por chulería, por el vino, porque les picaba y se rascaron (el uno al otro) o por cualquier causa que se te ocurra: se acabaron enganchando, porque se movían mucho, y acabaron muy cerca el uno del otro.

Como diría mi amigo el capitán Sepherius, que nunca ha amado pero le han herido muchas más veces que a mí, el gran, el gran problema de mirar a alguien de cerca es que acabas viendo los huecos que lleva en la armadura. Y sin ropa, es muy fácil ver y hacer heridas y son muchas las ganas de evitar hacer más y de acariciar alrededor para que duela menos.

No se puede hablar mucho de los momentos en que no se puede hablar mucho porque está la boca, y todas las bocas, ocupadas en asuntos más urgentes.

No lo haré.

Después de, ella recogió las piezas de la armadura y con ella puesta se marchó.

Él la acompañó a la puerta. Con la coraza (tres o más en dos de seis) puesta y aprestada, aunque él la llevaba a medias. Él dejó caer un adiós que ella recogió sin mirar atrás y fue al ascensor, mientras el cerró la puerta.

Era muy pesada.

Se cerró despacio.

Blam.

El eco reverberó en el marco, en la pared, en la escalera, en el edificio. En el universo.

Uno o dos días después él recibiría un mensaje con noticias peores sobre todo esto, aunque entonces lo ingnoraba.

Mejor.

Mucho mejor.

Ya tenía bastante con el blam.

Blam.

Allí al lado, a un latido de vibración, a una fracción de posibilidad, ella se quedó a dormir y les amaneció el atardecer. Él odió la teoría espantosa de las tierras alternativas (la de los tebeos, la de Terry Pratchett, la de Stephen Hawking) y a la pareja desnuda de armaduras del universo contiguo y regresó a la cama.

La cama, como las pizzas y las ganas son la sustancia del multiverso que más rápido pierde el calor. Se metió y encogió por el frío y trató de dormir.

No pudo.

Los últimos ecos del blam rebotaban en sus tímpanos, en su estómago, en todo su universo, definiendo lo que no iba a pasar.

Insomne, pasaron uno o dos días.

Sonó su móvil.

Era un mensaje nuevo.

Hay teorías espantosas.

Blam.