...es el principio y el fin.

lunes, junio 29, 2009

La estocada perfecta


Nunca conocí a nadie que tuviera tan roto el corazón.

Nadie lo diría, por la forma que tenía de tratar a las mujeres. Lo recuerdo perfectamente, por loas muchas veces que pensé en cuánto me gustaría a mí hacerlo tan bien. Era todo halagos, sonrisas, comentarios ocurrentes. Una delicada y precisa esgrima, como lo llamaba él. Parada en tercia, fondo, estocada, iai, kimé. El timing perfecto para la estocada perfecta.

También recuerdo haberme preguntado muchas veces por qué nunca se enamoraba de ninguna, por qué ningún beso de tantos como daba la causaba el impacto suficiente como para quedarse grabado en la memoria. Por qué ninguno. Nunca. Y recuerdo además que solía pensar que eso era una gran suerte.

Hasta que me lo contó.

No podría escribirlo aquí, y seguramente él no quisiera. Seguramente no.

Puedo imaginarlo como una fina hoja de acero envenenada. Al rojo vivo, atravesando limpiamente, de parte a parte, el corazón.

Estallando después, esparciendo metralla incandescente por todo el órgano, convirtiéndolo en una sanguinolenta masa. Privándolo de toda capacidad que no fuera empujar la sangre por su organismo.

Una válvula muerta.

Nunca conocí a nadie que tuviera tan roto el corazón.

Desde entonces, cada vez que lo veía con su perfecta esgrima, parada en cuarta, no puedo evitar pensar que, en realidad, quien más perjudicado acababa con sus estocadas perfectas no eran las damas cuyos besos no acababan grabados en ninguna parte.

Recuerdo no haber deseado nunca más parecerme a él.

Nunca.

Muerto en vida, con una sonrisa perenne tratando de ocultar que mi corazón es una válvula muerta.

Convirtiendo la esgrima en una danza hueca.

Desde entonces, nunca tuve envidia de nadie que estuviera muerto.

O tan roto.

jueves, junio 25, 2009

52 efectos mentales con baraja completa


As de picas.
Dos de picas.
Tres de picas.
Cuatro de picas.
Cinco de picas.
Seis de picas.
Siete de picas.
Ocho de picas.
Nueve de picas.
Diez de picas.
Sota de picas.
Reina de picas.
Rey de picas.

As de corazones.
Dos de corazones.
Tres de corazones.
Cuatro de corazones.
Cinco de corazones.
Seis de corazones.
Siete de corazones.
Ocho de corazones.
Nueve de corazones.
Diez de corazones.
Sota de corazones.
Reina de corazones.
Rey de corazones.

As de tréboles.
Dos de tréboles.
Tres de tréboles.
Cuatro de tréboles.
Cinco de tréboles.
Seis de tréboles.
Siete de tréboles.
Ocho de tréboles.
Nueve de tréboles.
Diez de tréboles.
Sota de tréboles.
Reina de tréboles.
Rey de tréboles.

As de diamantes.
Dos de diamantes.
Tres de diamantes.
Cuatro de diamantes.
Cinco de diamantes.
Seis de diamantes.
Siete de diamantes.
Ocho de diamantes.
Nueve de diamantes.
Diez de diamantes.
Sota de diamantes.
Reina de diamantes.
Rey de diamantes.

jueves, junio 18, 2009

Calsetín


El papá de mis enanos favoritos me contó cosas muy interesantes. ¿Qué conversación no lo es a las tres de la madrugada? Fede era un bebé y Manuela no había nacido, pero su progenitor me habló de dos señores. Uno, Hilario Camacho. El otro, Javier Ruibal.

Hay una canción de este último que por alguna razón relaciono siempre con una chica. Una preciosa que vi fugazmente una noche en Sevilla.

Y por alguna razón, se quedó grabada en un hueco de la memoria que se abre de vez en cuando.

Siempre me dice que no pierda el tiempo pensando en ella.

Pero yo, que soy un canalla, nunca hago caso a nadie.

Javier Ruibal: Isla Mujeres.



Subía el calor cuando pasaba por mi acera,
todo el bulevar pudo quemarse en su candela.
Hay una legión de sátiros y piratas
que, de bar en bar, le gritan: ¡Guapa!

Me hago seguidor de sus andares de pantera,
peregrino voy, donde lo ordenen sus caderas;
qué me importa a mí si es un infierno la calle,
si por fin la llevo por el talle.

Oye, mi bien,
tú la reina de Isla Mujeres;
y yo, si tú me quieres,
seré tu esclavo más fiel.
Pobre de mí,
si de tu fuego me extravío,
mi corazón, de frío,
se olvidará de latir.

Sobre su perfil un sol de cobre se derrama,
la rosa de abril, desnuda en medio de la cama,
se ha brindado a mí con un amor que desarma,
nubla la razón y abrasa el alma.

Y era de esperar que yo esperara retenerla,
pero todo el mar es poco mar para esa perla.
Arde el bulevar y, al borde de la locura,
no soy yo quien va de su cintura...

jueves, junio 04, 2009

Morir matando


Era una frase que decía mucho un amigo.

De los de antes.

Hablaba de enfrentarse a la vida como si fuera El Duelo Final. Los fans de "Los Inmortales" ya me entienden.

Hablaba de Quevedo como si fuese amigo suyo, del hálito vital que lo empujaba a exprimir la existencia, y que lo llevó de cónsul a prisionero, pasando por poeta y espadachín en una sola vida.

Había una prueba de fuego, terrible, en las antiguas escuelas de bûdo. En las de esgrima. Cuando la esgrima era de verdad, y no un juego de salón. Cuando tu vida depende de una herramienta, lo demás tiende a pasar a segundo plano.

El futuro instructor tomaba un bokken, un sable de madera. Y el resto de compañeros lo iban atacando mientras este se defendía. Sin protecciones. A pelo. En plan canalla.

Del amanecer al anochecer. Normalmente en verano.

Llegaba un momento, que los dedos del que defendía estaban tan agarrotados que no podía recoger el sable del suelo si este se le caía. Uno de los compañeros tenía que colocárselo en la garra deforme que tenía entonces.

Sufría muchas heridas, y el agarrotamiento de los dedos, así como el insoportable dolor, duraba varios días.

Durante los cuales, comer con palillos, por ejemplo, era un infierno personal de ineludibles y espectaculares dimensiones.

A veces no queda más remedio que pedirle a un compañero, a un amigo de esos de los de antes, que te vuelva a colocar el sable entre las manos.

Y a morir matando.