...es el principio y el fin.

martes, julio 28, 2009

El final de La Guerra Interminable


Stargate, 29 junio 2889

William,

Lo tienes todo en tu informe personal. ¡Pero te conozco! Eres capaz de tirarlo sin abrir.

Así que intento una posibilidad extra.

Espero que por lo menos leas esta nota.

Ya lo ves: he sobrevivido.

Quizá tú también hayas tenido esa suerte. Si es así, únete a mí. Salgo hacia el planeta "Index", el quinto del sistema de Nízar.

Con otros cinco veteranos hemos comprado un viejo crucero de la A.E.N.U. Nos sirve de máquina del tiempo. Vamos a veces hasta cinco años-luz de Index, y volvemos luego.

Cada diez años envejezco apenas un mes. Si vuelves sin problemas de Jade-138, tendré unos treinta y seis años a tu llegada.

¡Date prisa!

Poco me importa que tengas treinta y seis o noventa y un años.

Si no puedo ser tu mujer seré tu enfermera.

Marygay.

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La guerra interminable es un cómic obra de Marvano y Joe Haldemann, que narra la vida del mayor Mandela, desde su reclutamiento en el año 2010 hasta su inesperado licenciamiento en 3177. Es un canto a la individualidad y a la razón, a la vez que condena los desastres de la guerra y la barbarie humana, enfrentada a la desconocida raza conocida como los Tauros. Joe Haldemann, el guionista de la obra fue combatiente en la guerra del Vietnam. Se publicó originalmente en 1974.

La heredé del hombre que me enseñó a no volver solo del cine.

lunes, julio 20, 2009

32 buenas voluntades


¿Dónde ha quedado mi voluntad? La he perdido una temporada.


Se lo vi hace muchos años a Jaime García Serrano, el calculista matemático más rápido del mundo.

O eso afirma su publicidad.
Cinco (muchas veces revalidados) records Guiness avalan eso y mucho más. Lo recuerdo muy bien, perfectamente y con diáfana nitidez. Como siempre, ni recuerdo los números, ni los nombres, ni los detalles.

Recuerdo la emoción.

Yo no sabía que sería mago, ni mentalista. No sabía que aprendería trucos para simular lo que ese hombre hacía de verdad. Pero...

... recuerdo la emoción.

Un hombre sencillo y con acento sudamericano, en el salón de actos de mi colegio, teniendo yo 15 ó 16 años calculaba, más rápido que nuestras calculadoras científicas, senos, cosenos, factoriales, logaritmos y cualquier operación que, en nuestra tímida adolescencia, nos atrevíamos a echarle encima. Memorizaba enormes listas de números y de objetos que repetía instantáneamente sin error, en cualquier sentido, y sin fallar. No podía creerlo, y pocas veces he sentido tanta magia en el ambiente. ¡Tiene que haber truco!, decían algunos. ¡Imposible! gritaban otros.

Jaime García Serrano, el calculista matemático más rápido del mundo.

Aun hoy, tras casi diez años aprendiendo el arte del mentalismo, no he encontrado ningún sistema de nemotecnia mejor que el del señor García Serrano.

Algo en mi corazón me dice que nunca lo haré, y me da algo de pena.

Yo no soy calculista, así que la nemotecnia es sólo una parte de mi espectáculo. No memorizo, como hizo él, listines telefónicos de Bogotá, ni números de doscientas veinte cifras de una sola mirada.

Y sí, me da pena.

Porque no puedo acordarme de todas las personas con las que hablo cada día.

Y porque este mes, que ha sido muy cuesta arriba, me quedaré sin acordarme para siempre de 32 buenas voluntades.

Que me han devuelto la mía.
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El señor de la foto es, efectivamente, Jaime García Serrano, el calculista matemático más rápido del mundo (Málaga, Colombia, 1955-). Entre otros records, memorizó el listín telefónico de Bogotá, calculó la raíz trece de un número de cien dígitos en 0´15 segundos y computó en su cabeza el calendario gregoriano de un millón de años. Pueden adquirir sus libros o contratarlo como conferenciante en su propia página web.

jueves, julio 16, 2009

Tempus fugit (adagio)


Ahora es la hora.

Y la hora es ahora.

Lo dice un señor con bigote que me pone a hacer flexiones y que me ha enseñado a esgrimir, a matar con un bolígrafo y a luchar con lanza.

Toma ya.

Y, de paso, a reflexionar un poco sobre el mundo, sus usos y sus maneras.

Y resulta que últimamente me estoy dando cuanta del poco tiempo que tenemos para hacer cosas, y de lo mucho que lo tiramos a la basura, escuchando nuestras propias voces, dejando que lo que dicen los demás nos rebote en las orejas, pasajero inerme de mensajes que no escuchamos.

Estamos demasiado ocupados (lo dijo Mafalda) con lo urgente como para preocuparnos por lo importante.

Lo dice otro señor de los de las lanzas: si no te mueves, estás muerto.

Y uno, muy cachas, que fue el primero que me hizo escremir un sable, nos lo grita siempre. El entrenamiento que perdamos no se volverá a repetir. El tiempo que se va, no vuelve. Tempus fugit, para el que entienda el latín.

Tiempo y ganas.

Voces y tiempo.

Ecos y voces.

¡Ahora es la hora!
¡Corran!

martes, julio 14, 2009

La verdad bajo la espada


¿Qué es budo?

Samu empleó esa frase en cierta ocasión, con tinte humorístico. Y hace poco mi condesa favorita me lo preguntó. Sexy y directamente, como hace ella las cosas últimamente.

¿Qué es el budo? ¿Dónde empieza? ¿Y dónde termina?

Es una pregunta para la que no tengo una respuesta clara. Como un agujero en la arena, cuanto más quitas, mayor es. Cuanta mayor es la profundidad, menos claro ves el fondo. Cada nuevo dato y cada nueva idea se suma al conjunto, formando una madeja enmarañada, de la que no puede sacarse hilo son cortar.

Es el error que cometemos siempre.

Por que no puede embotellarse la emoción. El corazón no cabe en una frase, y la voluntad de tomar o respetar la vida no puede afrontarse desde lo vacuo, ni desde el metal frío de una espada. Sino, (creo) desde lo que mueve ese metal.

El corazón sobre la espada.

¿En qué momento un conjunto de técnicas de esgrima, de lucha o de espionaje trascienden para convertirse en una brújula moral y espiritual para muchos individuos?

Porque esa es una de las claves: es una búsqueda individual que desgraciadamente, apenas puede enseñarse, y, sobre todo, ha de recorrerse solo.

Un gran maestro dijo que el verdadero budo consiste en arrancar cabezas. Una afirmación extraña para alguien que habla siempre entre metáforas y que dice que el budo es vida. Quizá, sólo quizá, el que sabe como arrebatar la vida es el que más sabe apreciar lo maravilloso de la existencia.

¿Qué es budo?

Muchos grandes maestros antes que yo han dado grandes respuestas a una pregunta que cada uno debe responder para sí mismo.

Sólo daré una pequeña norma, que me dieron a mí: si te paras, estás muerto.

Igual que un corazón, bajo una espada.

miércoles, julio 01, 2009

Rafael en la Ciudad Dormida
un Relato Asombroso
de terror inhumano

por

Marcos Pastor
guionista y productor de APK
*****



Me desperté.

Recuerdo la leve ingravidez, el extraño olor acre calándome casi en la nuca.

Recuerdo estar tumbado y volver suavemente a la consciencia. Lo primero que hice, sin moverme, fue abrir los ojos. Allí, tumbado, vi un paisaje gris y macilento, cubierto de un polvo lento que llenaba toda superficie. Una suerte de limadura metálica muy suave, que cubría también mi propio cuerpo.

Estaba desnudo.

No lo vi hasta que me incorporé y miré a mi alrededor. Recuero lo alienígena del paisaje, el cielo estrellado, quiero y congelado, con las estrellas muertas en vida. Me fijé en que ninguna parpadeaba, y recuerdo haber pensado que la escasa luz muerta de aquella extraña imagen fija no sería suficiente para iluminar aquel lugar ceniciento y extraño. No es que hubiese demasiada luz...

...solo la equivalente a un ocaso de verano, salvo que esta parecía provenir de todas partes, creando un desconcertante juego de sombras que me hizo dificil apreciar los detalles pequeños de aquella flora deforme.

La flora...

Sé que olí una de aquellas plantas, y que el acre olor de mi despertar se intensificó por su perfume maligno, casi tóxico. Recuerdo un leve dolor en mis pulmones. Recuerdo cómo la flor cristalizó en mis dedos y se deshizo en polvo, en ese polvo metálico que cubría todo, cayendo, ya dije, levemente ingrávido hacia el suelo, hasta posarse en mis pies desnudos.

******

No podría decir cuánto pasó desde mi despertar hasta aquel momento. Sí sé que cualquier ser que habitase en ese lugar plúmbeo y gris podría seguir mis huellas sin dificultad, marcadas en la suave arena metálica. Y casi untuosa. Y recuerdo no haber sentido miedo. Una extraña calma me empapaba los huesos, el alma. La misma calma preternatural y obscena que embebía cada partícula de aquel mundo necrótico y perturbadoramente sereno.

Y entonces, la vi.

Nunca antes me había encontrado con una costrucción humana de tamaño tal. Frente a mí, sin ruido, sin ceremonia, se alzó del polvo una ciudad irreal, fantástica. Dormida.

Recuerdo su estructura deforme a la par que simétrica, el suave acabado de sus formas casi orgánicas, la formidable presencia del minarete central cubierto de signos palpitantes y quietos a la vez, con una energía prohibida contenida dentro.

Y recuerdo el silencio. Nítidamente. Recuerdo haber pensado que la ciudad estaba realmente dormida. No sus habitantes. No su gente. Sino ella misma, como algún extraño gigante, dueño del lugar, aparecido para encadenarme a un destino peor que la muerto.

Recuerdo haber vuelto a pensar que nada humano hubiese podido construir aquello.

Y recuerdo el momento en que comprendí el significado maldito de los signos quietos en su pálpito.

Mi último recuerdo fue un pozo negro de locura al alcanzar esa comprensión.

Y, en mi último destello de desnuda cordura, la imagen ominosa de la ciudad dormida.

El Exterminador contra Los Transformadores


El otro día fui a ver Transformers.

Yo solo. Lo hago mucho. Lo comento porque hace poco un amigo señaló que sólo voy solo a ver las películas de ciencia ficción. En realidad se confunde, porque a veces también voy a ver las de terror. Pero no andaba desencaminado. Poco antes me fui, solito, a ver Terminator 4. Y me acordé:

Era navidad.

A primeros del año 92.

Había una olimpiadas no muy lejos, era año bisiesto y se declaró año internacional del espacio. Para volar.

Yo tenía, nada más, 11 años.

Como muchos domingos, él invitaba al cine. Como siempre, a ver una película de ciencia ficción.

Hace dieciseis (¡dieciseis!) años de esto. Y no recuerdo bien las imágenes, no recuerdo bien las palabras. Pero recuerdo bien las emociones.

No entendí bien la historia, pero recuerdo que me apené cuando el que para mí era el padre del niño tenía que morir al final. Recuerdo una voz grave, que me encantó, ignorando entonces que sería admirador en el futuro del hombre de Albacete que hablaba por la boca de un robot que, a mí, con once años, me pareció gigantesco.

Recuerdo haber pensado que el malo de esa peli era indestructible y que no podrían matarlo nunca. Recuerdo sorprenderme cuando lo lograron.

Recuerdo que reí.

Y que lloré.

No sabía que la ciencia ficción me iba a encantar el día de mañana, o que acabaría conociendo las especificaciones técnicas de androides que sólo existen en la imaginación. No sabía que se convertiría en mi segunda película favorita.

No sabía nada.

En mi confusa y emocionada percepción de niño sólo recuerdo la aventura. La emoción.

Y volver a casa con mi padre, lloviendo, mientras él me explicaba todo lo que yo no había entendido de Terminator 2.

Por eso, a veces, voy solo al cine.

Porque la imaginación, aunque ya no sea nunca más el año 92, a veces también sirve para volar.

Y allí, imaginando, bajo la lluvia, nunca voy, ni vuelvo, del cine solo.