...es el principio y el fin.

domingo, junio 27, 2010

Rascando donde pica


Lo malo de la autoconsciencia, esa silenciosa maldición a la que estamos condenados hombres, delfines y algún otro primate superior, no es reconocerte en un espejo los domingos por la mañana.

Es la consciencia de otros.
La consciencia de otros los ratos que no te apetece recordar. Los domingos por la mañana.

Recordando los sábados por la noche.

Hay algunos sábados en que, perfectamente sobrio, rodeado de gente a la que quieres (amigos, hermanos, compañeros, mujeres bellas con vestidos de rayas) tienes una diáfana y cristalina sensación de no tener ni puta idea de dónde estás. De dónde venimos. Y a dónde coño vamos a ir cuando nos cierren.

A dónde vamos a ir mañana. Y pasado. Y cuando hayan cerrado todos los bares que nos toque por pisar.

Porque lo único bueno de las heridas mortales es que te matan. Y así dejan de doler.

Sin embargo, los rasguños superficiales, las rozaduras de zapato o los impactos de fuerza uno cuando te despistan están mareando varios agónicos días. Y no en la piel, precisamente.

Al menos (cosa que los delfines no) puedo rascarme donde pica.

Este es un aviso del mando estelar a todos los almirantes de la Flota Imperial: nunca bajen los escudos.
De: Comandante Imperial Marcvs Sepherivs [[1503010.M03]]
A: Alto Mando de la Flota Imperial

Este es un aviso a todos los almirantes de la flota estelar imperial.

Nunca bajen los escudos.

Dicha maniobra es SIEMPRE peligrosa.

Cualquier bajada de escudos, indefectiblemente, provocará impactos en el casco. Bien sean restos de satélites artificiales que provoquen rozaduras, rayos tractores que atrapen hacia las tripas de una nave mayor o el propio impacto de microfragmentos orbitales a alta velocidad.

Ni siquiera el casco de ceramita y platiacero de los destructores clase Imperator y Golgotha están preparados para algo así.

Especialmente si los escudos se bajan alegremente.

Y sin avisar.

Que parece mentira que algunos lleven insignias de veterano.

A estas alturas.

viernes, junio 25, 2010

Sano ejercicio


Soplan vientos de cambio.

De lugares, y de gente.

De intenciones.

Pero no cambios de esos que murmullan en lontananza, con nubes negras. Sino los cambios de un despejado día, viento en popa a toda vela, en que el barco avanza firme y rápido.

Y en buena compañía.

Irse de casa para recordar donde está el hogar. Como diría mi amigo Rafa, una de las tres personas más inteligentes que conozco, sano ejercicio, doctor. Sano ejercicio.

Soplan vientos de cambio en una etapa alegre en la que todo empieza a funcionar mejor de lo que uno mismo se esperaba. De lugares.

De gente y de intenciones.

Lo único que siento es que diez mil cambios no puedan sorprenderme.

Aunque igual me equivoco.

Ojazos.

Dos amigos y una mujer


Un bolero canalla.

Que acaba de ser san Juan.

Y ya se sabe.

Sabina. Y Gurruchaga.

Dos amigos.

Y una mujer.



¿Por qué
no me contaste toda la verdad?
¿Por qué
no me dijiste que algo andaba mal?
No me apetece discutir
y a ti te toca decidir.
Para aprender a perdonar
es demasiado tarde ya.
Será
mejor que no me vuelvas a llamar.

Tal vez
lo que tenía que pasar pasó.
Tendré
que hacer de malo en este culebrón.
Tercero en un "ménage à trois"
no es el papel que a mí me va.
A la princesa del guiñol,
que la entretenga otro bufón.
Será
mejor que no me vuelvas a llamar.

Dos amigos y una mujer de madrugada.
Dos amigos y una mujer enamorada.
Dos amigos y una mujer de madrugada.
Dos amigos y una mujer enamorada.

Ya ves:
quien juega tiene que saber perder.
Quizás
la vida un día nos vuelva a juntar.
Estuvo bien mientras duró,
pero la fiesta terminó.
Las cosas no dan más de sí.
Quédate el beso que te di.
Adiós.
Me está esperando un tren en la estación.

lunes, junio 21, 2010

Y yo con estos pelos


Quién me lo iba a decir a mí.

El héroe.

Haciéndome el chulo por los bares, último botón desabrochado en la camisa, mirando a los ojos de las damas, besándoles las manos y robando besos que no son míos. El canalla.

Sin aparente oposición y sin dar (suele decir un pez que amo) puntada sin hilo.

Quién te ha visto, Marquitos, y quién te ve.

Sentado al borde de la silla, mordiéndote las uñas actualizando la bandeja del Facebook esperando que diga algo. Sin saber por qué cojones no te responde al mensaje que le mandaste al móvil.

Te tenía que tocar, tronco.

Algún día.

Era inevitable.

jueves, junio 03, 2010

Una nota de melancólica tristeza


Escribo, la mayor parte de las veces, para no olvidar.

O mejor dicho: para acordarme pasado el tiempo. No es lo mismo, es un matiz.

Una nota de melancólica tristeza.

Llovía muchísimo, con esa mala uva de los días que necesitas despejados y cualquier gota muerde sin permiso. Y nos mojamos. Todos. Vivir con agua en los zapatos es horroroso cuando los necesitas secos. La lluvia golpeaba el suelo, la gente, las paredes. Los formularios. Todo el mundo tenía prisa y nadie escuchaba.

Nadie escuchaba.

Pero sonaba algo.

Allí, a lo lejos, un violín resguardado de la tormenta derramaba un poquito de alegría a los mojados captadores de la calle Toro, en Salamanca.

Él no era de allí. Lo delataba un acento que no pude localizar el rato breve en que hablé con él, cuando me sonrió, cuando me miró. Aunque sonreía siempre. Con la boca, no con los ojos, pero sonreía. Con una nota de melancólica tristeza. Con un humor sacado de algo que nosotros no teníamos sonó, tocó, Cantando Bajo la Lluvia. Esa fue la primera canción que escuché aquella tarde. Pero no la última.

Con dulce precisión (y un perro) decoró una calle llena de gente con demasiada prisa, empapada en el suelo, la gente y las paredes. De color, no oscuro, pero sí desaturado, pegajosa y lenta como corresponde a un día de mierda. Sonaba, perfecto y virtuoso, un violín que, aunque nos alegró, marcaba las partituras con una nota de melancólica tristeza.

Y todos estuvimos escuchando. Incluso los que tenían prisa. Aunque no quisieran admitirlo.

Recuerdo decirle a Celia (la jefa más sexy del mundo) allí, bajo la lluvia, que le preguntaría de dónde era.

Maldita sea.

No lo hice. Una de esas cosas sencillas de las que te arrepientes por no haberlas acometido.

Me arrepiento ahora.

Con una nota de melancólica tristeza.