...es el principio y el fin.

miércoles, septiembre 29, 2010

Debería nevar más a menudo


Debería nevar más a menudo.

No cuando estamos en la calle, no cuando vamos de un lugar al otro, no perdidos en mitad del campo sin saber dónde dirigirnos. Y ya lo sé: siempre digo que odio el frío. Y aunque no sé tanto de Física como el Primo Dani o como el Abuelo Arturo, sé lo suficiente para hacerme a la idea de que nunca habrá nieve si no tengo frío.

A veces las nevadas sorprenden, despacio, cayéndote en el pelo mientras estás sentado en una plaza. Es una de las desgracias (y suertes) que tiene el Norte. Bares llenos a costa de ver nevar sentado en una plaza, cuando es noche, cuando aprieta el frío, cuando nada es mío. Cuando nieva.

Un verano extraño se funde con un otoño cálido mientras me toco los rizos a ver si llevan nieve. Es muy sencillo pensar en la nieve a veintitantos grados, al solete en una terraza junto a la catedral, con tapa, caña y sin bufanda.

Y así me paso algunos ratos muertos perdido por León: pensando en si merece la pena pasar frío para ver nevar.

Como dijo una mujer sabia de interminables piernas, el hecho de que esté yo pensando en comprarme un abrigo nuevo cada semana debería darme una idea de lo poco dispuesto a pasar frío que estoy.

Y sin embargo, llegará la primavera.

domingo, septiembre 19, 2010

Hannah y Luis


Decidí que esa noche la besaría.

Me acuerdo perfectamente de ellos. De la primera vez que los vi. Una imagen nítida y perfecta, como esas del final de las películas de los los domingos por la tarde.

Caminaban por la calle de un pueblo muy pequeño, de Salamanca. Uno de esos pueblos que no son más (ni menos) que bastiones rodeados de campo, insensibles al tiempo y sus mareas. Iban de la mano, conversando y sonriendo, muy bajito, ajenos a miradas y curiosos, en su propia burbuja de felicidad.

Solos.

Pero bien acompañados.

Ella era rubia, con el pelo dorado que llevaba corto, a lo garçon. Los ojos azules como el aguamarina, sonriendo con ellos, un gesto poco habitual. Era alta, al menos como él, que era moreno, de pelo rizado y ojos castaños, contrastando la piel oscura de su mano con la de ella, que era clara como el día, aunque el sol del verano de Castilla le enmarcaba las mejillas.

Aquella noche me los encontré de nuevo, en un bar. Y en aquella terraza me contaron cómo, cinco años antes se conocieron en aquel mismo pueblo, en un campo de trabajo, en unas vacaciones, como el que yo estaba pasando, como las que yo estaba pasando.

Hannah, que era de Berlín y se reía en alemán me contó que nunca se le hubiese ocurrido que se enamoraría de un chico de Burgos en un pueblo de Salamanca. Un chico que trabaja de ingeniero y que se desvive por ella en cada segundo, y que la mira cada mañana como si fuese la única mujer del mundo. Ella, me contó, no estaba acostumbrada (hasta que conoció a Luis) a que la miraran como si fuese la única estrella que hay en el cielo.

Allí, en Berlín, conoció a muchos artistas en su escuela. Pronunciaba la palabra artistas sonriendo con los ojos y con un dulce retintín que entendí perfectamente. Me contó que cuando les relató aquel verano de hace cinco años a sus amigas ninguna se lo creía. Y ninguna lo entendía. Porque Luis no es guapo, ni alto ni lleva una coleta, ni pinta cuadros ni hace exposiciones. Es un chico sencillo de un pueblo de Burgos que piensa desde hace cinco años que el cielo tiene, cada noche, sólo una única estrella.

Hannah sonreía con la mirada como el aguamarina cuando me contaba todo esto. Brillándole los ojos. Y con el corazón en la mano.

Y así viven. De la mano y dueños el uno del otro, entre Berlín y Burgos, visitando a veces un pueblo pequeño de Salamanca, yendo y viniendo, conversando y sonriendo, muy bajito, ajenos a miradas y curiosos, en su propia burbuja de felicidad.

Solos.

Pero bien acompañados.

Y mientras Hannah me contaba todo esto y le brillaban los ojos, miré a otra chica que también era de cerca de Berlín y que conversaba con Luis, que también vivía un campo de trabajo y unas vacaciones y estaba en un pueblo pequeño de Salamanca. Y que tenía el pelo rubio y dorado, y los ojos como dos aguamarinas.

Y decidí que esa noche la besaría.

Pero esa es otra historia.