...es el principio y el fin.

lunes, marzo 14, 2011

La bici que no cabía


Vaya horas, las siete y media de la mañana.


Pegajosas e inciertas, sobre todo si te pillan en una estación y en pleno tránsito. Esclavo de la legaña entras a tu vagón y te sientas, sacando un libro que obviamente no vas a leer en todo el trayecto porque irás viendo La que se avecina en el iPhone hasta quedar dormido. Mucha boina de bohemio y vas al tiro fácil.

No me molesta hablar con la gente (mis dos trabajos consisten básicamente en eso), pero a ciertas horas prefiero que me dejen tranquilito. Por si las moscas. Así que los revisores humoristas me parecen un lujo innecesario rayana el alba. Innecesario y excesivo. Pero claro. Algunas bromas son para contarlas.

Con mi boina calada para quitarme las luces y los cascos puestos intentaba fingir indiferencia, pero no pude. La voz del jocundo revisor chillaba demasiado, haciendo un chiste amoroso a dos muchachos. Él, oí, la estaba ayudando a ella a subir la maleta. Muy caballero.

El revisor los presentó y ella, entre avergonzada y sonriente se sentó a mi altura, al otro lado del vagón. Él la siguió.

Ella era de porte delicado, como de discreta princesa de película de sobremesa. Él era alto y rubio, de ojos claros. Delgado y de sonrisa limpia. Así como de honesto funcionario soltero de novela de posguerra. Como la de mi abuelo Quique. Se sentó a su lado. Casi tranquilo. Pero sonreía.

Así que te llamas Alicia. Le preguntó. Ella rió y dijo que sí. Le preguntó de dónde era. Y él se lo contó. Se lo contarón. Él venía de París, pero era Colombiano. Acababa de terminar la carrera y se dirigía a León por una beca. No conocía a nadie en la ciudad. Ella era medio francesa, por parte de madre, y estudiaba veterinaria en la misma ciudad. Él en verano recorrería el sur de España con unos amigos de Colombia, ella quería ver La Toscana. Él la miraba a los ojos cada dos o tres preguntas y ella sonreía y bajaba algunas veces la mirada.

Vaya horas, las siete y media. De la mañana. Maxi en La que se avecina le hacía el lío a Amador y caí dormido a intervalos. Despertaba para oír una sonrisa (algunas se oyen, pueden creerme) o para imaginarme una mirada, mientras ellos hablaron todo el viaje. De Andalucía. De León. De La Toscana.

Y, como todos los enamorados, de París.

Estación término, León.

Él, por supuesto, bajó la maleta de ella mientras el revisor hacía una broma, mucho más dulce y elegante que la de entrada. Bajé a mi ritmo, como siempre y me dirigí a la salida mientras me los cruzaba. Una señora, atenta a la jugada le dijo al muchacho que vaya enormidad de maleta manejaba. Y era cierto. La bici, dijo. Con un dulce y educado acento de joven universitario colombiano. Una bici, parecía. Desde luego.

Antes de alcanzar la salida visité el lavabo para robar un rollo de papel. Ahora que ya me he acostumbrado es imposible no hacerlo. Así que a ellos les dio tiempo a llegar a la parada de taxi, unos metros por delante de mí.

Pasé de largo mientras me dirigía a mi oficina, invisible entre sonrisas y miradas, en un León que era gris para casi todo el mundo esa mañana. Excepto para un licenciado en derecho que viene de París, y de Colombia y que quiere recorrer Andalucía en bicicleta. Y para una discreta princesa de ojos miel que no sabía dónde mirar de la dulcísima vergüenza.

Allí los dejé.

Preguntándose cómo iba a entrar aquella enorme bicicleta en el taxi. Y sonriendo, jóvenes y guapos, un poquito inquietos, un poquito ilusionados, en una mañana que brillaba solo para ellos.

En un íntimo baile privado, de suave picardía a las siete y media de la mañana.

Vaya horas, las siete y media de la mañana.

Vaya horas.