...es el principio y el fin.

martes, julio 07, 2015

La Asombrosa Mujer Inaudible

Sonó el teléfono.

El timbre vibró como un estruendo atronador en la quietud de la tranquila sala. Los vidrios temblaron y los tubos de ensayo (en la imaginación del hombre que se hallaba allí sentado) amenazaron con quebrarse, tal era la intensidad (en la imaginación del hombre que se hallaba allí sentado) de la espera del nervioso caballero.

El timbre seguía rugiendo.

De un respingo, el joven científico se puso en pie. Pudo sentir la sangre en sus sienes, como los cascos de una manada de caballos salvajes. El corazón, golpeando, furioso, su pecho. El taburete en el que se encontraba sentado instantes antes cayó al suelo, uniendo el sonido de su impacto a la algarabía de aquel laboratorio.

Más. Más rugidos. Del timbre.

Los animales del laboratorio golpeaban con ira apenas contenida sus jaulas. Un titi, iracundo, agarraba con sus pequeñas manos los barrotes, moviéndolos frenéticos, mientras gritaba con histeria, clamando, miedo y ansia de libertad. Parecía como si el timbre fuese un siniestro director de orquesta, dirigiendo un coro de furia animal, desafinando el crescendo de aullidos.

El timbre: atronaba.

Ansioso y casi tropezando (con su respiración, ahogándose, retumbando) el joven de la bata se acercó, clac, clac, trompicones, a la pequeña mesa que contenía el viejo teléfono. Tan nerviosas se encontraban sus manos que lo derribó al suelo sin lograr descolgarlo. El estrépito del aparato, junto al timbre, casi hicieron sangrar los oídos del doctor. Él se tiró al suelo, luchando contra su ansia, necesitando descolgar ese teléfono.

Clic.

Lo logró. En ese instante, como una gota de tinta se mezcla suave con el agua, el sonido (el sonido imposible, casi absorbente) del otro lado de la línea empapó la sala, en una muda ósmosis que casi podía tocarse. El ruido, la asfixiante cacofonía de impactos y decibelios fue absorbida (con dulzura de artesano) por una suave esponja de quietud.

Nada se oyó.

Él se llevó el auricular a su oído, delicadamente. Extremadamente nervioso. Pero absolutamente quito. Ningún ruido.

Escuchó.

No oyó nada.

Colgó. Exhausto.

Sonriendo.

El silencio, que se desvanecía lentamente, le acarició la carne del corazón, tranquilizándolo. Como un bálsamo que calma el cuerpo de las fiebres que el alma enciende, el latido mudo y grave que brotó del teléfono reverberó, sin vibrar, nunca, jamás, en la sala congelada de sonido alguno. Como en un fotograma. En el que en lugar del movimiento el ruido fuera el esclavo de la silenciosa captura.

A doscientos kilómetros de allí, en total mudez, sin ruido alguno que nadie pudiera escuchar, la Asombrosa Mujer Inaudible colgaba el auricular.

Sin emitir sonido alguno, jamás, se perdió en la noche.

Pasaron tres años.

Sonó el teléfono.

sábado, julio 04, 2015

Los dos peleles


A dos bandas jugando el Legal Bueno,
Y haciendo el paladín anda el canalla.
Se cruzan, saludándose en la raya
En el cambio de campo y de terreno.
¿El malo de los dos? Pisando el freno,
El bueno entre trapecios y sin malla.
Contándose los duelos por pantalla
Las penas del amor, don Juan, son menos.
Por sorpresa de propios y de espantos
Se abrazarán, reversos, cuando brinden
Con la copa del otro en sus papeles.
Por dentro su soñar no cambia tanto:
Cantar, reír, amar, jugar al Tinder.
Menudo infame par, de dos peleles.