Sitio para otro más
Una Relato Asombroso de James Babylon
por
Marcos Pastor (guionista y productor de APK)
El coche había tardado casi dos horas en llegar desde la ciudad. El viaje había sido incómodo, como lo son siempre en un vehículo cuya suspensión brilla por su ausencia, y Babylon había intentado arrancarle algunas palabras al conductor que lo había recogido en la autopista, pero la conversación amable es un bien escaso a la una de la madrugada. Una llovizna escasa pero pertinaz empapaba con calma los cristales. Babylon miró de reojo al hombre del volante. Pese a la oscuridad, la barba pelirroja de tres días y el fuerte olor a tabaco y sudor no eran una compañía agradable. La luna y las luces del escaso tráfico se reflejaban en las gotas del capó. Babylon pensó en encender un cigarrillo, pero el gesto malhumorado del hombre pelirrojo le contuvo. Además, pensó sonriendo para sí, un poco de mono nunca viene mal. Poco después, sin embargo, el automóvil se detuvo. Es aquí, dijo el conductor, sin dirigir siquiera una mirada a su interlocutor. Babylon miró por la ventanilla y vió un puente a través de la lluvia, justo al borde del arcén. El asfalto dejaba paso al barro de forma abrupta y Babylon se alegró de llevar sus viejas botas. Abrió la puerta y bajó. El agua que caía le salpicó el rostro y se subió el cuello de la gabardina mientras contemplaba el panorama. Apenas se veía nada desde donde estaba, apenas la tenue marca del camino que salía desde el puente. Se giró. Con un simple gracias se despidió de quien lo trajo, el cual arrancó rápidamente y no respondió.
*****
Las afueras del pueblo a esta hora eran más bien poco halagüeñas. Solamente un puente y un breve camino separaba a Babylon de su destino. A lo lejos, recortada por la escasa luz de la luna, se veía el campanario de una iglesia. Según las indicaciones que le dieron, Babylon tendría que atravesar el pueblo entero hasta la mansión donde era requerido. Un paseo largo a estas horas. Empezó a caminar, y a mitad del puente, unos siete u ocho metros, metió las manos en los bolsillos y notó un puño americano y un paquete de tabaco. Maldijo sin nombrar a ningún demonio en particular por no llevar paraguas y no poder fumar bajo la lluvia. Sonrió, pensando en el mono. La primera casa del pueblo estaba separada más o menos veinte metros de la siguiente. Un perro viejo se despertó cuando pasó por la cerca, pero no hizo ruido alguno. Babylon dijo “buenas noches, pequeño”, y prosiguió su camino. Al entrar en el pueblo, sólo el campanario le servía de guía. Había silencio. Quizás demasiado, y el susurro del viento en las copas de los árboles que rodeaban el pueblo no eran precisamente tranquilizadores. Notó cómo sus pantalones se empezaban a mojar por la lluvia y se abrochó la gabardina. El frío parecía aumentar por momentos. Dentro del bolsillo aferró el puño americano, gélido al tacto en una noche como aquella.
*****
Al llegar a la puerta de la mansión, la lluvia, presagio curioso, remitió. Babylon se aventuró a encender un cigarrillo en lo que observaba. Le sorprendió ver la verja entreabierta, y le llamó la atención una única ventana encendida. Contó los pisos, el tercero y penúltimo, en una esquina del edificio. Una buena casucha, pensó mientras se acercaba abría la puerta de la verja. Caminó por el suelo de gravilla que llegaba hasta la puerta y creyó oír el ruido de un coche de caballos. ¿A estas horas? Dio una penúltima calada al cigarrillo, subió los siete largos escalones que iban de la gravilla a la puerta y llamó. Primero al timbre, que sonó como un gato siendo despellejado y después, dos veces, a la pesada aldaba de bronce. Esperó impacientemente bajo la ya casi inexistente lluvia. Al cabo de uno o dos minutos, tiempo suficiente para encender otro cigarrillo, oyó unos paso pausados acercarse a la puerta. El descorrer de una cadena lo siguió. Otra y otra tercera y el ruido de dos pesados pestillos dio el contrapunto final. Babylon esperó el chirrido de rigor, que, para su sorpresa, no se produjo. El pesado portón de roble se abrió lo suficiente como para dejar ver la cara adusta de una anciana con el pelo recogido, y una cuarta cadena que no había sido descorrida a la altura de su cuello. ¿Sí?, dijo. ¿Qué deseaba? No son horas de...
Babylon interrumpió a la señora mientras apagaba indolentemente el cigarro en el mármol blanco del dintel. Soy Babylon, guapetona. James Babylon. ¿Me deja pasar o tengo que tirarle un beso?
*****
El exorcismo no había sido sencillo. La abuela se desmayó entre los vómitos de la posesa, la madre llevaba loca un par de semanas y el padre se había tirado desde la torre del ala este hacía una. No sé, joder, pensó, por qué siempre esperan tanto. Luego pasa lo que pasa. Babylon estaba sentado en la cama de una habitación de invitados, fumando un cigarrillo mientras pensaba en lo que había pasado. Miraba su camisa empapada en flemas y la biblia casi calcinada que habían usado. Joder con la niña, pensó. Se ha ventilado ella solita todos los putos salmos. Contruyen estas putas mansiones donde les sale de los cojones. Y repito: luego pasa lo que pasa. Se tocó la cara en el lugar donde la niña le había propinado un espectacular puñetazo en un descuido de uno de los sirvientes. Un moratón precioso le esperaba mañana por la mañana. Y para colmo, una de las velas le había salpicado en el antebrazo y trozos del espejo que usó le habían hecho varios cortes superficiales cerca de la quemadura. Por qué coño, pensó casi en voz alta, tengo que llevar camisas de manga corta debajo de la puta gabardina. Joder. Se tumbó en la cama apurando los restos del cigarrillo y miró el reloj. Le sirvió de poco. Siempre se paran al empezar un exorcismo, y esta vez no era una excepción. Meditabundo para sí cayó en la cuenta de que tenía calor, estando en calzoncillos y camiseta interior, destapado sobre el lecho. Los veranos de por aquí son siempre tracioneros. Apagó la colilla contra la pared, la arrojó al suelo intentando hacer puntería en un lavabo del siglo XIX en el otro extremo de la habitación. El suelo y el somier crepitaron con su movimiento. Los restos casi humeantes del cigarrillo golpearon el borde de la bacinilla del lavabo y cayeron al suelo. Se tapó con la sábana. Muy cansado, James Babylon empezó a dormir.
*****
El calor era casi insoportable. Un calor húmedo y pegajoso que había empapado la ropa interior de Babylon. Se despertó incómodo ignorante del tiempo que hubiera pasado. No mucho, dedujo, por la oscuridad fuera de la ventana y lo poco adormecido que se encontraba. Se quitó la sábana de encima con un gesto agresivo, buscó el paquete de tabaco de la mesilla. La luz de un fósforo iluminó la estancia rasgando la luz de la luna llena unos segundos. Babylon tosió tras la primera calada y una húmeda expectoración cayo al suelo. Los hilos plateados de luz entraban por la ventana de forma nítida. Babylon se puso de pie y caminó hacia el alféizar. El suelo de madera crujía en cada paso y oyó un suave relincho antes de llegar al marco de la ventana. Se apoyó en él mientras daba una calada. Miró hacia el patio de gravilla. Allí, a unos cincuenta metros un coche de caballos de color negro, de estilo antiguo, permanecía quieto. De madera, elegantemente lacado aunque algo gastado por el uso. Dos caballos negros estaban sujetos a él. Mientras Babylon miraba, uno de ellos levantaba alternativamente cada una de sus patas delanteras. Relinchó no muy fuertemente, aunque lo oyó con total claridad en el denso silencio que parecía embeber la noche. El otro caballo, como respondiéndole, agitó la cabeza y relinchó a su vez, muy suave. El cochero, vestido de negro, con capa y un viejo y ajado sombrero de copa, como sintiendo la mirada de Babylon giró la cabeza hacia él. Sus miradas se cruzaron. Babylon vio a la clara luz de la luna llena el pálido rostro del cochero, en agresivo contraste con la espesa barba negra, larga y descuidada. Los ojos claros, casi metálicos del cochero miraban a los suyos. A pesar de la distancia, Babylon distinguió un pendiente en su oreja izquierda y un diente de oro en la boca que le sonreía. El cochero se dirigió, sin lugar a dudas, a Babylon. No pareció gritar, aunque Babylon oyó la voz perfectamente. ¿Sube?, dijo.
Aún queda sitio para otro más.
Babylon sintió un escalofrío, sin saber por qué. Dejó caer el cigarro sobre el alféizar, y en medio de un grito ahogado se despertó. Era de día y tenía la manta puesta. Debían de ser las doce de la mañana. Así que se levantó y se vistió para bajar a tomar su merecido y opíparo desayuno. Pensando en el coche de caballos imaginó que habría sido un sueño. No lo hubiese hecho si hubiese visto una colilla y su respectiva quemadura en el marco de la ventana.
*****
Tras el desayuno, mientras regresaba al pueblo para subirse al primer autobús que pasara (que seguro que sería el correcto), aprovechó para fijarse en la gravilla del patio. Desde luego, no había ninguna marca. Ni de ruedas, ni de cascos, ni cagadas de caballo, pensó. Sonrió mientras encendía un cigarrillo. Un sueño, se decía. Volvió la vista atrás al cruzar la pesada verja de metal que tan tétrica le pareciera anoche. Un sueño. Uno raro.
Caminando llegó a la plaza principal del pueblo, subió a un autobús mientras tiraba al suelo una colilla más, se sentó en el tercer asiento que encontró libre y miró por la ventanilla. Desde donde estaba se veía el torreón de la mansión alejarse poco a poco. Pensó en la pobre niña, en la abuela desmayada, en la madre loca... y en el coche de caballos. Los recuerdos se desvanecían a la vez que lo hacían las casas para dar paso a la verde y montañosa campiña. Se inclinó en el asiento y cerró los ojos.
No volvió a pensar en lo sucedido.
Hasta cuarenta y seis días después.
*****
La llegada a la Ciudad de Cristal fue tranquila. Viajar en avión siempre le resultaba divertido, sobre todo por las azafatas. Se despidió de una, un poco escandalosamente para la media inglesa y se dirigió a la parada de taxis para subirse en uno. Centroeuropa es un lugar tranquilo, pensó mientras encendía su cuarto cigarrillo desde que salió del avión. Un aeropuerto sencillo en la sencilla capital de un país sencillo. Tosió levemente tras la primera calada. Al hotel Coliseo, dijo al conductor. Muy amable y educado, el taxista preguntó a Babylon si viajaba por negocios o por placer. ¿Preguntan siempre lo mismo todos los taxistas del multiverso? Supongo que un poco de ambos, respondió. El taxista pensó si todos los viajeros del multiverso respondían lo mismo a esa pregunta, no dijo nada más y doce minutos después aparcó frente a la puerta del hotel Coliseo.
*****
Babylon acudió a recepción. No solía registrarse en los hoteles, obviamente, pero esta vez iba con todos los gastos pagados, así que decidió darse el gusto. Le atendió un muchacho joven y muy educado que le atendió con eficacia. Verificó la reserva, le indicó que firmara en el libro de visitas en la casilla correspondiente y le entregó la llave de la habitación 1409. Piso catorce, pensó mientras tosía y sacaba otro cigarrillo. ¿Precisa el señor del servicio de un botones?, le preguntó el lampiño recepcionista. No, no, respondió Babylon. Jimmy viaja ligero, añadió, mientras encontraba con la mirada uno de los cinco ascensores del edificio, el más cercano a él, curiosamente. Se acercó tranquilamente al grupo de gente que esperaba allí, mientras buscaba dónde tirar la colilla cuando se abriese el ascensor. El indicador de encima de la puerta indicaba piso nueve, y bajando. Tardaría aún unos segundos. Dio otra calada, y el humo se disipó despacio al expelerlo. Una calada más. Piso cinco y bajando. Otra calada. Piso cuatro. La apuró lo que pudo, mientras comprobaba, piso tres, que no había ceniceros junto a las puertas gemelas. Piso dos, expulsó el humo y piso uno, una calada final, planta baja.
La puerta empezó a abrirse.
La gente entró de golpe, con prisa, siempre tienen prisa en los hoteles, pensó Babylon. Se dispuso a entrar, el último, en el gran ascensor del hotel. Cuando estaba a punto de cruzar la puerta, se atragantó violentamente con el humo que tenía en los pulmones. Tosió. Volvió a toser, y mientras un picor de garganta y una leve secreción del lacrimal le molestaban, miraba al ascensorista por segunda vez.
Era pálido.
Mucho.
La mente de James Babylon recordó algo que ocurrió exactamente cuarenta y seis días antes.
Y la espesa barba negra, larga y descuidada, hacía un agresivo contraste con el rostro del ascensorista. Le miró a los ojos. Los ojos claros, casi metálicos del hombre miraban a los suyos. A pesar de la tos y el par de lágrimas, Babylon distinguió un pendiente en su oreja izquierda y un diente de oro en la boca que le sonreía. El ascensorista se dirigió, sin lugar a dudas, a Babylon. No pareció gritar, aunque Babylon oyó la voz perfectamente. ¿Sube?, dijo.
Aún queda sitio para otro más.
*****
No. Tos. Subiré, tos, en el siguiente. Como usted quiera, dijo el ascensorista. Sonrió mientras un diente de oro centelleaba en su boca. Las puertas se cerraron lentamente, y Babylon se apoyó en la pared para recuperarse de la tos. Decidió hacer un esfuerzo y subir los catorce pisos andando, aunque sabía que iba a tardar una eternidad. Se dirigió a una de las escaleras del ala correspondiente a su habitación mientras buscaba levemente febril la cajetilla de tabaco. Mientras empezaba a encencer un cigarrillo junto a un cartel de no fumar, al pie de la escalera, oyó un espectacular estruendo detrás de él en el mismo instante en que pisaba el décimo escalón, poco antes del primer recodo. Se giró.
Una algarabía se dirigía hacia el ascensor que había estado a punto de coger. Uno de los encargados de recepción corría hacia allá seguido de dos botones, y se abrieron paso entre la gente, casi a empujones. Babylon permaneció de pie en el recodo de la escalera. Pocos minutos después, un tercer botones se acercaba con una palanca, mientras el gerente pedía calma a gritos al cada vez mayor grupo de gente que se amontonaba junto a la puerta del ascensor.
Babylon se sentó en el décimo tercer escalón, el primero del recodo, mientras los botones abrían las puertas. Tres o cuatro cadáveres cayeron sobre ellos en el momento que tuvieron hueco suficiente. Los demás cadáveres, destrozados entre un amasijo de ropa, sangre y metal apenas se movieron. Babylon ni siquiera se molestó en mirar. Acabó de encender el cigarrillo y dio una profunda calada. No tosió esta vez.
Sí, pensó. Su mirada se posó en el cigarrillo, lo sostuvo frente a sus ojos y lo tiró contra el suelo. Se levantó, se giró y comenzó a subir el primero de los catorce pisos.
Después de todo, se dijo, no me vendrá mal un poco de ejercicio.
Próximamente: Paraguas para un amigo, un Relato Asombroso de Claudio, el Artesano.
James Babylon es un personaje de APK – El Juego de Rol en Vivo, interpretado por el inefable Samuel Tascón. Un exorcista y cazador de demonios canalla, fumador y alcohólico, colaborador ocasional de programas de ocultismo de horario nocturno, rockero vocacional y ocasional visitante del Infierno. Aunque originalmente estaba basado en el personaje de la línea Vertigo de DC Comics John Constantine, ha crecido y evolucionado hasta tener personalidad propia y un carácter diferente al del personaje original. De hecho, no es bisexual, ni rubio ni se parece a Sting.
Ah, y lleva perilla.
*****
Las afueras del pueblo a esta hora eran más bien poco halagüeñas. Solamente un puente y un breve camino separaba a Babylon de su destino. A lo lejos, recortada por la escasa luz de la luna, se veía el campanario de una iglesia. Según las indicaciones que le dieron, Babylon tendría que atravesar el pueblo entero hasta la mansión donde era requerido. Un paseo largo a estas horas. Empezó a caminar, y a mitad del puente, unos siete u ocho metros, metió las manos en los bolsillos y notó un puño americano y un paquete de tabaco. Maldijo sin nombrar a ningún demonio en particular por no llevar paraguas y no poder fumar bajo la lluvia. Sonrió, pensando en el mono. La primera casa del pueblo estaba separada más o menos veinte metros de la siguiente. Un perro viejo se despertó cuando pasó por la cerca, pero no hizo ruido alguno. Babylon dijo “buenas noches, pequeño”, y prosiguió su camino. Al entrar en el pueblo, sólo el campanario le servía de guía. Había silencio. Quizás demasiado, y el susurro del viento en las copas de los árboles que rodeaban el pueblo no eran precisamente tranquilizadores. Notó cómo sus pantalones se empezaban a mojar por la lluvia y se abrochó la gabardina. El frío parecía aumentar por momentos. Dentro del bolsillo aferró el puño americano, gélido al tacto en una noche como aquella.
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Al llegar a la puerta de la mansión, la lluvia, presagio curioso, remitió. Babylon se aventuró a encender un cigarrillo en lo que observaba. Le sorprendió ver la verja entreabierta, y le llamó la atención una única ventana encendida. Contó los pisos, el tercero y penúltimo, en una esquina del edificio. Una buena casucha, pensó mientras se acercaba abría la puerta de la verja. Caminó por el suelo de gravilla que llegaba hasta la puerta y creyó oír el ruido de un coche de caballos. ¿A estas horas? Dio una penúltima calada al cigarrillo, subió los siete largos escalones que iban de la gravilla a la puerta y llamó. Primero al timbre, que sonó como un gato siendo despellejado y después, dos veces, a la pesada aldaba de bronce. Esperó impacientemente bajo la ya casi inexistente lluvia. Al cabo de uno o dos minutos, tiempo suficiente para encender otro cigarrillo, oyó unos paso pausados acercarse a la puerta. El descorrer de una cadena lo siguió. Otra y otra tercera y el ruido de dos pesados pestillos dio el contrapunto final. Babylon esperó el chirrido de rigor, que, para su sorpresa, no se produjo. El pesado portón de roble se abrió lo suficiente como para dejar ver la cara adusta de una anciana con el pelo recogido, y una cuarta cadena que no había sido descorrida a la altura de su cuello. ¿Sí?, dijo. ¿Qué deseaba? No son horas de...
Babylon interrumpió a la señora mientras apagaba indolentemente el cigarro en el mármol blanco del dintel. Soy Babylon, guapetona. James Babylon. ¿Me deja pasar o tengo que tirarle un beso?
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El exorcismo no había sido sencillo. La abuela se desmayó entre los vómitos de la posesa, la madre llevaba loca un par de semanas y el padre se había tirado desde la torre del ala este hacía una. No sé, joder, pensó, por qué siempre esperan tanto. Luego pasa lo que pasa. Babylon estaba sentado en la cama de una habitación de invitados, fumando un cigarrillo mientras pensaba en lo que había pasado. Miraba su camisa empapada en flemas y la biblia casi calcinada que habían usado. Joder con la niña, pensó. Se ha ventilado ella solita todos los putos salmos. Contruyen estas putas mansiones donde les sale de los cojones. Y repito: luego pasa lo que pasa. Se tocó la cara en el lugar donde la niña le había propinado un espectacular puñetazo en un descuido de uno de los sirvientes. Un moratón precioso le esperaba mañana por la mañana. Y para colmo, una de las velas le había salpicado en el antebrazo y trozos del espejo que usó le habían hecho varios cortes superficiales cerca de la quemadura. Por qué coño, pensó casi en voz alta, tengo que llevar camisas de manga corta debajo de la puta gabardina. Joder. Se tumbó en la cama apurando los restos del cigarrillo y miró el reloj. Le sirvió de poco. Siempre se paran al empezar un exorcismo, y esta vez no era una excepción. Meditabundo para sí cayó en la cuenta de que tenía calor, estando en calzoncillos y camiseta interior, destapado sobre el lecho. Los veranos de por aquí son siempre tracioneros. Apagó la colilla contra la pared, la arrojó al suelo intentando hacer puntería en un lavabo del siglo XIX en el otro extremo de la habitación. El suelo y el somier crepitaron con su movimiento. Los restos casi humeantes del cigarrillo golpearon el borde de la bacinilla del lavabo y cayeron al suelo. Se tapó con la sábana. Muy cansado, James Babylon empezó a dormir.
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El calor era casi insoportable. Un calor húmedo y pegajoso que había empapado la ropa interior de Babylon. Se despertó incómodo ignorante del tiempo que hubiera pasado. No mucho, dedujo, por la oscuridad fuera de la ventana y lo poco adormecido que se encontraba. Se quitó la sábana de encima con un gesto agresivo, buscó el paquete de tabaco de la mesilla. La luz de un fósforo iluminó la estancia rasgando la luz de la luna llena unos segundos. Babylon tosió tras la primera calada y una húmeda expectoración cayo al suelo. Los hilos plateados de luz entraban por la ventana de forma nítida. Babylon se puso de pie y caminó hacia el alféizar. El suelo de madera crujía en cada paso y oyó un suave relincho antes de llegar al marco de la ventana. Se apoyó en él mientras daba una calada. Miró hacia el patio de gravilla. Allí, a unos cincuenta metros un coche de caballos de color negro, de estilo antiguo, permanecía quieto. De madera, elegantemente lacado aunque algo gastado por el uso. Dos caballos negros estaban sujetos a él. Mientras Babylon miraba, uno de ellos levantaba alternativamente cada una de sus patas delanteras. Relinchó no muy fuertemente, aunque lo oyó con total claridad en el denso silencio que parecía embeber la noche. El otro caballo, como respondiéndole, agitó la cabeza y relinchó a su vez, muy suave. El cochero, vestido de negro, con capa y un viejo y ajado sombrero de copa, como sintiendo la mirada de Babylon giró la cabeza hacia él. Sus miradas se cruzaron. Babylon vio a la clara luz de la luna llena el pálido rostro del cochero, en agresivo contraste con la espesa barba negra, larga y descuidada. Los ojos claros, casi metálicos del cochero miraban a los suyos. A pesar de la distancia, Babylon distinguió un pendiente en su oreja izquierda y un diente de oro en la boca que le sonreía. El cochero se dirigió, sin lugar a dudas, a Babylon. No pareció gritar, aunque Babylon oyó la voz perfectamente. ¿Sube?, dijo.
Aún queda sitio para otro más.
Babylon sintió un escalofrío, sin saber por qué. Dejó caer el cigarro sobre el alféizar, y en medio de un grito ahogado se despertó. Era de día y tenía la manta puesta. Debían de ser las doce de la mañana. Así que se levantó y se vistió para bajar a tomar su merecido y opíparo desayuno. Pensando en el coche de caballos imaginó que habría sido un sueño. No lo hubiese hecho si hubiese visto una colilla y su respectiva quemadura en el marco de la ventana.
*****
Tras el desayuno, mientras regresaba al pueblo para subirse al primer autobús que pasara (que seguro que sería el correcto), aprovechó para fijarse en la gravilla del patio. Desde luego, no había ninguna marca. Ni de ruedas, ni de cascos, ni cagadas de caballo, pensó. Sonrió mientras encendía un cigarrillo. Un sueño, se decía. Volvió la vista atrás al cruzar la pesada verja de metal que tan tétrica le pareciera anoche. Un sueño. Uno raro.
Caminando llegó a la plaza principal del pueblo, subió a un autobús mientras tiraba al suelo una colilla más, se sentó en el tercer asiento que encontró libre y miró por la ventanilla. Desde donde estaba se veía el torreón de la mansión alejarse poco a poco. Pensó en la pobre niña, en la abuela desmayada, en la madre loca... y en el coche de caballos. Los recuerdos se desvanecían a la vez que lo hacían las casas para dar paso a la verde y montañosa campiña. Se inclinó en el asiento y cerró los ojos.
No volvió a pensar en lo sucedido.
Hasta cuarenta y seis días después.
*****
La llegada a la Ciudad de Cristal fue tranquila. Viajar en avión siempre le resultaba divertido, sobre todo por las azafatas. Se despidió de una, un poco escandalosamente para la media inglesa y se dirigió a la parada de taxis para subirse en uno. Centroeuropa es un lugar tranquilo, pensó mientras encendía su cuarto cigarrillo desde que salió del avión. Un aeropuerto sencillo en la sencilla capital de un país sencillo. Tosió levemente tras la primera calada. Al hotel Coliseo, dijo al conductor. Muy amable y educado, el taxista preguntó a Babylon si viajaba por negocios o por placer. ¿Preguntan siempre lo mismo todos los taxistas del multiverso? Supongo que un poco de ambos, respondió. El taxista pensó si todos los viajeros del multiverso respondían lo mismo a esa pregunta, no dijo nada más y doce minutos después aparcó frente a la puerta del hotel Coliseo.
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Babylon acudió a recepción. No solía registrarse en los hoteles, obviamente, pero esta vez iba con todos los gastos pagados, así que decidió darse el gusto. Le atendió un muchacho joven y muy educado que le atendió con eficacia. Verificó la reserva, le indicó que firmara en el libro de visitas en la casilla correspondiente y le entregó la llave de la habitación 1409. Piso catorce, pensó mientras tosía y sacaba otro cigarrillo. ¿Precisa el señor del servicio de un botones?, le preguntó el lampiño recepcionista. No, no, respondió Babylon. Jimmy viaja ligero, añadió, mientras encontraba con la mirada uno de los cinco ascensores del edificio, el más cercano a él, curiosamente. Se acercó tranquilamente al grupo de gente que esperaba allí, mientras buscaba dónde tirar la colilla cuando se abriese el ascensor. El indicador de encima de la puerta indicaba piso nueve, y bajando. Tardaría aún unos segundos. Dio otra calada, y el humo se disipó despacio al expelerlo. Una calada más. Piso cinco y bajando. Otra calada. Piso cuatro. La apuró lo que pudo, mientras comprobaba, piso tres, que no había ceniceros junto a las puertas gemelas. Piso dos, expulsó el humo y piso uno, una calada final, planta baja.
La puerta empezó a abrirse.
La gente entró de golpe, con prisa, siempre tienen prisa en los hoteles, pensó Babylon. Se dispuso a entrar, el último, en el gran ascensor del hotel. Cuando estaba a punto de cruzar la puerta, se atragantó violentamente con el humo que tenía en los pulmones. Tosió. Volvió a toser, y mientras un picor de garganta y una leve secreción del lacrimal le molestaban, miraba al ascensorista por segunda vez.
Era pálido.
Mucho.
La mente de James Babylon recordó algo que ocurrió exactamente cuarenta y seis días antes.
Y la espesa barba negra, larga y descuidada, hacía un agresivo contraste con el rostro del ascensorista. Le miró a los ojos. Los ojos claros, casi metálicos del hombre miraban a los suyos. A pesar de la tos y el par de lágrimas, Babylon distinguió un pendiente en su oreja izquierda y un diente de oro en la boca que le sonreía. El ascensorista se dirigió, sin lugar a dudas, a Babylon. No pareció gritar, aunque Babylon oyó la voz perfectamente. ¿Sube?, dijo.
Aún queda sitio para otro más.
*****
No. Tos. Subiré, tos, en el siguiente. Como usted quiera, dijo el ascensorista. Sonrió mientras un diente de oro centelleaba en su boca. Las puertas se cerraron lentamente, y Babylon se apoyó en la pared para recuperarse de la tos. Decidió hacer un esfuerzo y subir los catorce pisos andando, aunque sabía que iba a tardar una eternidad. Se dirigió a una de las escaleras del ala correspondiente a su habitación mientras buscaba levemente febril la cajetilla de tabaco. Mientras empezaba a encencer un cigarrillo junto a un cartel de no fumar, al pie de la escalera, oyó un espectacular estruendo detrás de él en el mismo instante en que pisaba el décimo escalón, poco antes del primer recodo. Se giró.
Una algarabía se dirigía hacia el ascensor que había estado a punto de coger. Uno de los encargados de recepción corría hacia allá seguido de dos botones, y se abrieron paso entre la gente, casi a empujones. Babylon permaneció de pie en el recodo de la escalera. Pocos minutos después, un tercer botones se acercaba con una palanca, mientras el gerente pedía calma a gritos al cada vez mayor grupo de gente que se amontonaba junto a la puerta del ascensor.
Babylon se sentó en el décimo tercer escalón, el primero del recodo, mientras los botones abrían las puertas. Tres o cuatro cadáveres cayeron sobre ellos en el momento que tuvieron hueco suficiente. Los demás cadáveres, destrozados entre un amasijo de ropa, sangre y metal apenas se movieron. Babylon ni siquiera se molestó en mirar. Acabó de encender el cigarrillo y dio una profunda calada. No tosió esta vez.
Sí, pensó. Su mirada se posó en el cigarrillo, lo sostuvo frente a sus ojos y lo tiró contra el suelo. Se levantó, se giró y comenzó a subir el primero de los catorce pisos.
Después de todo, se dijo, no me vendrá mal un poco de ejercicio.
FIN
Próximamente: Paraguas para un amigo, un Relato Asombroso de Claudio, el Artesano.
James Babylon es un personaje de APK – El Juego de Rol en Vivo, interpretado por el inefable Samuel Tascón. Un exorcista y cazador de demonios canalla, fumador y alcohólico, colaborador ocasional de programas de ocultismo de horario nocturno, rockero vocacional y ocasional visitante del Infierno. Aunque originalmente estaba basado en el personaje de la línea Vertigo de DC Comics John Constantine, ha crecido y evolucionado hasta tener personalidad propia y un carácter diferente al del personaje original. De hecho, no es bisexual, ni rubio ni se parece a Sting.
Ah, y lleva perilla.
9 comentarios:
Mola mucho :D
Espero ansioso el siguiente ;)
¿Por qué nos atrae siempre lo "negro"?
xD
(De una hebrea)
Tejero... ¿lo esperas porque te ha gustado este o porque protagonizas el siguiente? También aparece El Viejo Günter. Es de tono menos sobrenatural, pero más. Ya lo veremos.
Pequeña Hebrea: la razón es muy sencilla. En los vivos de tono misterioso y sobrenatural, las señoritas enseñan más chicha. Lo demás es floritura.
Genial, jejeje.
Me encantan los detalles como el de la camisa de manga corta o el de las gastadas botas negras. Ése es el bueno de James.
Tengo ganas de leer los siguientes...
Un abrazo,
J.Babylon
"Y de las blasfemias de las academias, líbranos Señor"
Así sea sñor. M, por estas tierras sólo hay caballeros revesados.
Son geniales los relatos cortos, tengo tiempo para leerlos de una tacada :)
¡Me ha gustado mucho! ¡Yo también quiero! (leer más y protagonizar, jeje)
Mola el relato ^^
Que emoción para que llegue el siguiente
Besotes
¡Bravo!
¿No hay nada sobre enfermedades venéreas transmitidas por demonios de la Goethia?
;)
Besitos
Amiga Sara, lo habrá.
Pero el primer relato sobre los demonios de Goethia se lo reservamos a Marchosias.
Pero ya sabemos quién será Dueña del segundo...
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