No sé (aunque lo imagino) cómo hubiese estado el gato si yo no hubiese mirado. Quién sabe. Yo no lo sé, y Schrodinger tampoco, me temo.
El caso es que estaba muerto. No dentro de una caja, sino en el arcén, justo delante de la delegación territorial, donde los tipos elegantes y sus bellas kohai se apuntan a los campos de trabajo (y adoctrinan el transeúnte ocasional).
Tenía aplastado el craneo, en una mueca desagradable que le deformaba el rostro. No sé por qué la muerte se empeña en ser horrible. Si los muertos tuviesen un aspecto sereno y tranquilo, hasta la muerte violenta nos daría menos miedo. Pero no. Los guiñapos y restos de vida que nos acercan la sombra de la muerte (a saber: la sangre, las fracturas, el dolor), a pesar de ser una muestra de que seguimos vivos nos hace pensar en el rato en que ya no lo estaremos.
Como el gato.
Un autobús, en su ruta habitual pasó por allí, y por encima de la cabeza del animal. Lo aplastó más. Y la mueca se volvió más desagradable.
Y sin embargo, la inevitable asociación de ideas me hizo acordarme de personas que ya no estaban y de lo grandes que fueron.
Hay algo, en lo ominoso e inevitable de la muerte que siempre hace que piense en la marca que han dejado en mi parcela de realidad lo que han tenido que marcharse.
Y no me asusto.
Pienso que, lejos, en las antillas, en Nueva Orleans, en Cuba, en Brasil, hay gente que no se asusta.
Lo llaman vudú, lo llaman Santería, lo llaman Candomblé.
Allí donde la doctrina católica y la educación occidental han fracasado, los loas del voodoo se alzan triunfantes.
No hay miedo. Quizá sí tristeza, como en todas las despedidas, pero no hay miedo.
Sólo el vivo convencimiento de que alguien ha comenzado un larguísimo viaje hacia un sitio mejor.
Y un convencimiento igual de vivo de que ese alguien, sin embargo, sigue cerca.
Una vez fui sacerdote vudú.
No sabéis cómo me alegro
El caso es que estaba muerto. No dentro de una caja, sino en el arcén, justo delante de la delegación territorial, donde los tipos elegantes y sus bellas kohai se apuntan a los campos de trabajo (y adoctrinan el transeúnte ocasional).
Tenía aplastado el craneo, en una mueca desagradable que le deformaba el rostro. No sé por qué la muerte se empeña en ser horrible. Si los muertos tuviesen un aspecto sereno y tranquilo, hasta la muerte violenta nos daría menos miedo. Pero no. Los guiñapos y restos de vida que nos acercan la sombra de la muerte (a saber: la sangre, las fracturas, el dolor), a pesar de ser una muestra de que seguimos vivos nos hace pensar en el rato en que ya no lo estaremos.
Como el gato.
Un autobús, en su ruta habitual pasó por allí, y por encima de la cabeza del animal. Lo aplastó más. Y la mueca se volvió más desagradable.
Y sin embargo, la inevitable asociación de ideas me hizo acordarme de personas que ya no estaban y de lo grandes que fueron.
Hay algo, en lo ominoso e inevitable de la muerte que siempre hace que piense en la marca que han dejado en mi parcela de realidad lo que han tenido que marcharse.
Y no me asusto.
Pienso que, lejos, en las antillas, en Nueva Orleans, en Cuba, en Brasil, hay gente que no se asusta.
Lo llaman vudú, lo llaman Santería, lo llaman Candomblé.
Allí donde la doctrina católica y la educación occidental han fracasado, los loas del voodoo se alzan triunfantes.
No hay miedo. Quizá sí tristeza, como en todas las despedidas, pero no hay miedo.
Sólo el vivo convencimiento de que alguien ha comenzado un larguísimo viaje hacia un sitio mejor.
Y un convencimiento igual de vivo de que ese alguien, sin embargo, sigue cerca.
Una vez fui sacerdote vudú.
No sabéis cómo me alegro
3 comentarios:
Yo también fui sacardotisa vudú, y también me alegro mucho, preciosa Hungan.
Pero parece ser que no aprendí mucho y me sigue horrorizando la muerte, será que nunca la he vivido muy de cerca, será que no me ha hecho sufrir demasiado. Supongo que por ello tiendo a torturarme pensando demasiado en ella, cuando no tengo motivos. Quizá esos malos tragos, a veces sirvan para que aprendamos a valorar.
Mil millones de besos**
P.d: los gatos gordos son guapos.
El viernes en tu casa estuvimos Marina y yo hablando de ello.
Ah, y los gatos gordos, SE COMEN.
:P
El próximo domingo de cena: gato gordo a la avellana.
Publicar un comentario