Hacía frío al salir de trabajar. Siempre lo hace, pero trabajar protegido tiene ese inconveniente. Que el frío y la realidad te abofetean el rostro al salir.
Me dirigí a la parada del autobús para ahorrarme cincuenta minutos a pie bajo el frío estepario que azota mi hogar en los inviernos.
Afortunadamente, tardó poco. Era una parada muy alejada del centro y sólo subimos dos personas. Dentro habría cuatro o cinco. Piqué el billete, con estruendoso clik en un silencioso mediodía. Todos íbamos, aparentemente, solos.
A mitad de las tripas del autobús la vi. A ella y a sus ojos pardos y pavorosamente intranquilos. Era guapa, de esa manera dulce y discreta que sólo se ve en los cuentos o cuando Ted se enamora de una pastelera.
Y estaba, como sus ojos, pavorosamente intranquila.
Me devolvió una mirada nerviosa y acto seguido miró por la ventana. No, miento. Observó por la ventana. Y sólo cuando hubo estado segura de que no había nadie, a la vez que el autobús arrancaba, dejó de mirar. Y volvió a mirarme. A mí y a la señora que había entrado detrás de mí. Nos interrogó y escrutó con la mirada, hasta que se aseguró de que no éramos alguien, aunque ignoro quién.
Me senté, como siempre, lo más atrás que pude.
El autobús arrancó.
Ella volvió a mirar. Nadie de nuevo. Pero volvió a girarse cuando nos alejábamos de la parada. Unos segundos sostuvo la mirada en la parada, tensa y asustada, temiendo que algo o alguien, un ejército invisible, le estuviera dando caza.
Miraba, de reojo y preocupada al resto de viajeros. Como si alguien fuese a aferrarla por sorpresa y en contra de su voluntad, y usaba la misma mirada desesperada de un madre indefensa sabiendo que alguien le robará pronto a su hijo.
Repitió la misma operación en cada parada, vigilando y acurrucándose cada vez que un viajero nuevo pasaba cerca de ella, inquiriendo con los ojos cada marquesina y cada esquina cuando el autobús relajaba su ritmo.
Temerosa del ejército invisible.
Y llegué, sin combate, a mi parada.
La miré justo antes de bajar, como hago siempre con las chicas guapas de forma dulce y discreta, sobre todo si tienen los ojos pardos y pavorosamente intranquilos, sabiendo que nunca, en el resto de mi vida, me enteraría de si pudo huir de su intangible perseguidor, del fantasma que acechaba su mundo, ahora encogido y frágil.
Bajé del autobús.
El frío y la realidad me abofetearon el rostro al salir.
Como un ejército invisible.
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