Hay frases que debieran herir, pero dicen lo contrario.
Por el subtexto.
Se besaron, lo más a escondidas que pudieron en medio de una multitud nocturna.
Estaban al borde de una caseta, en una feria, mientras la gente que los conocía seguía dentro, bailando, bebiendo y riendo, empapados en sus propias historias y en sus propios finales y suspenses. Nadie los miraba demasiado, porque no había nada sorprendente en aquella pareja apoyada en la pequeña verja en la puerta de la caseta.
Se besaron, en mitad de una frase, mientras ella envolvía el aire con olor a sándalo y la voz de él vibraba grave contra el pecho de la dama.
Se besaron, un poquito por hambre, un poquito por exceso, un poquito con retraso y un poquito (no tan poquito) porque aquella noche era inevitable.
El beso fue uno de esos besos cortos y carentes de empujones, de aquellos que se dan sin empujar y sin pedir permiso. De esos que suelen parecerse a bajar una escalera cerrando los ojos, pero de la mano de alguien que también los lleva cerrados.
Ella se separó un poco, tiñendo de sándalo el aire que la acariciaba. Le miró a los ojos mientras dos pares de menos se buscaban fuera de las miradas.
Menos mal que te vas mañana. Dijo. Ella.
Hay frases que debieran herir.
Por el subtexto.
Pero cuando una mujer bella en plena noche vuelve loco a su interlocutor prisionero de un perfume irresistible, a veces dicen lo contrario.
Arráncame la ropa. Dijo. Ella.
Pero no lo dijo.
Al menos, allí.
Se besaron.
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