¿Sabes?
Vivo en un bajo, al lado del Guadalquivir, y la ventana de mi salón da a un patio.
Y a veces me asomo.
Y veo cómo está el patio.
Me aterra cada vez que un amigo del colegio, uno llamado Nuestra Señora de Lourdes, me agrega al Facebook.
¿Tan viejo estoy? ¿Tanto como él? Tengo la mala costumbre de usar a mis iguales como espejo, y a los que fueron mis iguales. Vestidos con una camisa, con trabajos convencionales, seguros de tener lo que se esperaba de ellos que tuvieran.
¿Tan viejo estoy? Todos tienen la misma novia, los mismos lugares, las mismas rutinas. Calvos, gordos, abandonados a una deriva que les han impuesto mientras yo, desde mi ventana, mirando mi patio, pienso si el Tenorio tendría acento sevillano, y si quedaría bien con mi voz, y qué sombrero me pondré en todas las comuniones en las que tengo que actuar en mayo.
No puedo casarme, no tengo un duro. Y ni siquiera tengo con quién. Sin embargo, se lo propondría, domingo tras domingo a cualquiera de las que se despiertan conmigo, para horas después amar a la primera que me diga que quiere.
¿Tan viejo estoy? Cuando llevo corto el pelo me asusta sonreír delante de un espejo, porque veo a mi padre y pienso en lo poco que tengo y en lo poco que he conseguido y en lo mucho que he soñado y en lo todo que he reído.
Y me acuerdo (esto es cierto, poco y destiempo, pero lo hago) de ti y del mar y de las veces que hemos soñado juntos y separados por siete horas de carretera pensando en el día que brillemos.
Y se nos olvida (esto también es cierto) que ya brillamos.
Ya brillamos, Cristina.
Y sólo podemos brillar más.
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