Así empieza el otoño. No con un gran estallido.
Estaba sentado en un banco y me gustaría poder decir que leyendo un viejo libro de poemas. O de magia. Pero estaba leyendo el Whatsapp, fiel duende de la mensajería instantánea. No diré con quien hablaba, porque es bellísima, tímida y lleva flequillo cuando está despierta.
Como el Whatsapp lleva en su lenguaje, como todos los chats, el dominio del tiempo muerto como mensaje y como subtexto, a veces tienes que aguardar a que la dama en cuestión termine su pausa dramática. Y levantas la vista.
Sobre todo si estás sentado en un banco, sobre todo si es así como empieza el otoño.
Eran una pareja joven, el de veintipocos y ella algo menos. Iban de la mano, como van las parejas que pasean sabiendo que el universo (el poema dice el mundo, pero se queda corto) está recién pintado. Hablaban, el uno con el otro, sonriendo, diciéndose todos esas cosas que dices yendo de la mano con ella en un universo (porque el mundo se queda corto) que está recién pintado.
Él llevaba el pelo corto, sobre todo por los lados, con un pantalón de tiro desgraciadamente bajo. Era moreno y delgado, con piercing en la ceja. Muy malote. Ella tenía la piel y los ojos claros, y el pelo castaño, y llevaba su piercing en el labio. Llevaba una falda cortita, con unas medias rotas y unos deportivos enormes, de color rojo. Él la detuvo, y, estando de espaldas a mí, le dijo algo que tuvo que ser precioso. Sus ojos claros se volvieron enormes y el rubor asomaba, tímido y juguetón, en sus mejillas. Sostuvieron el aire un instante (así empieza el otoño), con una mirada que podía congelar los átomos que se cruzaron.
El tiempo del universo recién pintado parecía a punto de estallar en llamas. Y entonces.
Él la besó. Le dio el beso. El beso.
Y ya no hubo ni pantalón cagado, ni piercings, ni medias rotas ni zapatos chillones. Porque le dio el beso. El mismo que le dio Red a Scarlet, Clark a Lois en Tierra-1 y Salomón a la reina de Saba.
A poco metros de ellos, y más cerca de mí, una pareja mayor se detuvo. Muy mayor. Mientras los miraban. Un señor alto y elegante, con bastón y perilla blanca, calvo, con corbata y chaleco de cuadros, y reloj de bolsillo. Su señora (porque eso era: una señora) llevaba un vestido sencillo estampado, con un pequeño bolso beige. Era menuda y llevaba teñido el pelo con sobriedad. Con unos pendientes muy grandes, plateados como las sienes de su marido. Él dejó de mirar a la pareja y se giró hacia la señora. Y le dijo algo. Y entonces.
Él la besó.
Una de las mejores habilidades que da esto de ser mentalista es apreder a leer los labios. Aunque no lo hubiese necesitado, porque la frase iluminó los ojos de la señora momentos antes de que el caballero elegante de perilla plateada dijese nada. Y hubiese estado claro para cualquier observador que hubiese tenido un momento de distraerse del Whatsapp.
"¿Sabes? Yo también te quiero."
Sonreí por dentro y lo olvidé hasta hoy, cinco días después. Me reclamaba un mensaje de una dama al otro lado del mar, que ya había decidido romper su dramática pausa de tortura.
Y así empezó el otoño.
No con un gran estallido, sino con un beso.
Con dos. Con dos besos.
3 comentarios:
Qué triste que ya nadie comente tu blog Max.
A mí no me parece triste. La época Blog agoniza.
Puede que la época blog ya no esté en su auge, así son estas cosas, es cuestión de modas...pero espero que más allá de los posibles lectores o comentadores que puedas tener no dejes de escribir nunca.
Me encanta leerte. Sobre todo cuando escribes cosas tan bonitas como ésta.
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