No sé.
Pero hacía bueno. Era domingo y había dormido relativamente pronto. Y aunque estuve dudando un par de ratos en la cama, al final me decidí. Hacía, literalmente, años que no lo hacía.
Me fui al mercadillo.
Tienen un algo ¿verdad? Compré cuatro libros de segunda mano (uno es para regalártelo), unas bragas y dos bolsas de Thunderbirds. Esos muñecos de plástico y goma con los que jugamos algunos a principio de los ochenta. ¿Qué voy a decir? Somos una generación de nostálgicos.
Tras un par de horas (una, dos y tres, una, dos y tres, lo que usté no quiera para el rastro es) entre pantalones de marca con faltas de ortografía, calcetines seis pares cinco euros, bolsos de piel-piel, a diez el que más te guste, reina, juguetes de usar y tirar, restos de motores, barajas viejas, tebeos antiguos y porno del interviú, me fui, ufano, al autobús.
Al autobús. Estaba medio leyendo uno de los libros que había comprado. Uno de psicología. Hablaba del complejo de Níobe, y el de Elektra, o Daredevil, o algo así. Y no me fijé hasta que subí al autobús.
Eran tres. Número mágico: la abuela, la madre y la hija. Me imagino que de Marruecos, por lo que sé de las fotos de niña de mi madre. Igual meto la pata, pero es para ilustrar. Me hizo gracia la gradación de ropas. La abuela llevaba un traje típico, de cuerpo completo, de color azul, muy vivo, precioso. Con bordados plateados. Sencillo, pero elegante. Esto es: una señora. La cabeza tapadita con un pañuelo blanco, y los ojos atentos a la hija, es decir, a la nieta. La madre llevaba pantalón y jersey, oscuros, y la cabeza tapada, también, y también de oscuro. Y la niña...
La niña iba vestida de niña. Con pantalón morado y camiseta. Y en la cabeza.
Ay, en la cabeza.
Llevaba atada la camisa.
No me di cuenta de que era una camisa hasta que se la quitó. Me hizo mucha gracia. Ella se sentó al lado de la abuela, que escuchaba todo lo que decía. Hablaban en, lo que supongo, quizá árabe. La niña no callaba, y la abuela sonreía. La madre miraba de reojo y de vez en cuando también. Era preciosa. Delgadita y muy morena, con unos ojos castaños muy oscuro, enormes, como dos gemas casi de caoba.
Y mira.
Me da igual lo que digan. Porque los ojos no mienten.
Me la suda quien les mire mal. Quien se declara en contra, quien se autoengaña y se niega a ver que los colores de la paleta se están mezclando.
Me la suda que digan que vienen a quitarnos el trabajo. Que se forman guettos. Que si roban. Que si, como diría mi padre, zarandajas.
Porque los ojos (acabo de decir) no mienten.
Yo he visto los de esa niña. Y me alegra saber que cuando yo sea un mentalista con canas en las sienes y pregunte a una espectadora con ojos como dos gemas casi de caoba cómo se llama, me dirá que Fátima, o Malika, o Samira, y su novio, que estará al lado, se llamará Carlos, o Ramón.
Y Ramón (que nació en un barrio de Madrid, o en Triana, o cerca de la Rambla) será el hombre más afortunado del mundo, porque, cada noche, habrá dos ojos (casi, casi) como gemas de caoba que le darán la razón de todos los porqués.
El autobús llegó a mi parada y desperté. Ellas tres se bajaban en la misma parada que yo. Y Fátima, Malika o Samira volvió a ponerse la camisa en la cabeza.
Volvió a hacerme gracia, sonreí al bajar y nuestros caminos se separaron.
Qué suerte, la de Ramón.
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