Se puso su ropa de náufrago inventada a mano, y decidió dejar dormir a Manolo un rato más. Después de todo, Manolo era un babuíno y tampoco tenía mucho que hacer el pobre esa mañana. Al salir de su tienda de náufrago isleño, le pareció de nuevo raro. Estamos casi seguros de que no se lo esperaba. La luz era un tanto extraña, y era la primera vez en su vida que veía un arcoiris de ese tamaño. Es posible que lo que le llamase la atención no fuese el humo, ni la niebla, ni la estampida de bichos y animales que escapaban por delante de la tienda. La luz, que esa mañana el sol despachaba polarizada, podría no ser tampoco. Estaba claro que la niebla, ni los volcanes, ni el huracán, ni los lobos mordidos por fieros mosquitos. Pero claro, tampoco se lo esperaba.

Frente a lo que solía ser la playa y daba al mar, y se extendían cientos de millas de la nada, mar adentro, había tierra. Estaba seca, y apenas había unos indecisos matojos asomando las orejas con timidez. Y en pendiente, y resultó que sería cuesta arriba, y escarpado a veces, y que haría siempre frío, o al menos muchas veces. El Náufrago no sabía si podría caminar descalzo como existía, sobre roca desnuda demasiado tiempo. Ignoraba si eso que parecía ser un camino frente a su tienda que ya no estaba en la playa acabaría en un foso de caimanes o lo conduciría a la afilada muerte cayendo sin previo aviso del filo de la hoja de un barranco. Se le añuzgó el susto en la garganta.
No se lo esperaba, pero era, qué demonios, un camino. Y hacía demasiado que quería encontrarlo. Así que se despidió de Manolo con fuertes abrazos, se calzó el sombrero sobre las orejeras y empezó a caminar.
Cosa que tampoco se esperaba.