...es el principio y el fin.

lunes, marzo 23, 2009

A azahar (por qué te miro)


Qué me miras, preguntaba.

El sábado.

Con acento.

Y casi me caigo al suelo.

Es la cuarta vez que voy a Sevilla. Hasta septiembre al menos.

De la primera no sé nada. De la segunda, apenas, demasiado pequeño.

De la tercera puedo alardear de recordarlo todo excepto la noche de aquel viernes, cuando Abraham afirmaba amarlas a todas, Paco se había vuelto jipi y conocía a Isra liando un porro y le robé la bufanda a Pedrito.

Esta cuarta vez volví sobre todo por dos enanos, uno de ojos negros y otra de ojos verdes. Y me vuelvo, como siempre que los veo, enamorado de ellos, de su vida y de su mundo y de la madre que los parió.

Y no es figura literaria.

Son mis tesoros favoritos, y espero que cuando sean mayores sepan perdonarme todas las historias de ninjas, de dragones, de genios y princesas que les cuento ahora.

Llegué a las siete de la mañana y se me tiraron encima cuando llegué. Manuela, en un universo enorme, no me soltó hasta que se fue a dormir ayer. Tuve que pedirle permiso para ir a despedirme de mis amigos.

Mis amigos.

Pako sigue siendo jipi, y un friki, permanentemente en la cresta de la ola. Pako, lo pienso a menudo, es una fuerza irresistible. Los días que se levanta.

Abraham sería el padrino perfecto. Y no hablo de una boda. Es la nobleza personificada, y la dulzura. Un caballero cuando los que queremos serlo fracasamos.

David. ¿David? David fue la suerte, y mi salvación durante 20 días en un río de Teruel, donde me hubiese ahogado sin él. Su consorte, por si lo dudan, bellísima. Para batirse en duelo.

Ana Piruleta estaba malita, así que tendremos que rompernos el corazón en otro momento.

En septiembre, igual.

El sábado salí, con el olor a azahar en el aire y la memoria de tres años atrás esperando ser refrescada.

La recordaba preciosa, totalmente preciosa y así me la encontré. Dulce y pequeña. Apenas me atrevía a acercarme y tocarla, por si acaso se desvanecía. Y la miraba.

Me preguntó por qué.

Así, con acento.

¿Que qué te miro?

Que he estado cuatro veces en Sevilla.

Y no he visto nada más bonito que tú.

A buenas horas se me ocurre la respuesta.

miércoles, marzo 11, 2009

Sin capa ni sombrero


No podemos salvar el mundo solos.

Aunque a veces, sin saberlo, se lo salvamos a personas concretas en momentos pequeños, sin darnos cuenta.

Una Duenda que circula por ahí cuenta que le dijeron que en todos los días ocurre algo maravilloso.

Es una fe estupenda.

Todos los días tienen un trocito mágico plegado en alguna parte. Incluso los más horribles.

Y algo entiendo de días horribles.

Sólo tenemos que mirar en los pliegues. En los recovecos de la realidad.

Por allí se encuentran la magia, la poesía la belleza. A veces las perdemos y no queremos verlas.

Otras veces, en fin, nos muerden en la cara.

Hoy me enfadé, grité un poco y llamé cosas poco propias de un caballero a mucha gente. Sobre todo por la tarde.

Mojado sin agua en una marea de gente que prefería ignorar el mundo a su alrededor, demasiada prisa por todas partes, en un día que por dentro ya me era intranquilo.

Es que no tienen tiempo.

Y dieron las 21:10.

Abracadabra.

Mi trocito mágico de hoy está protegido por la ley de datos. Así que diré que se llama Cinthia, que tiene 19 años y que ha decidido aportar toda su propina de una semana cada tres meses a una causa noble, más elevada que el chico que le sugirió que lo hiciera.

Max Verdié, mentalista, lamentó a las 21:10 no ser mago para poder quitarse el sombrero.

O mosquetero.

Para quitarse la capa, echarla al suelo y decirle a una chica tímida y sencilla de metro ochenta que estudia un módulo y que no va a dejar de salir los fines de semana ni a salvar el mundo ella solita que pise.

Con garbo.

Para que todo el mundo, en su inexcusable marea de prisa a ninguna parte, sepa que con diecinueve años se puede ser una señora.

Y, sin saberlo, salvarle el mundo a las 21:10 a un chico sin capa ni sombrero.

Gracias.

lunes, marzo 09, 2009

El Hombre Inaudible




"El Hombre Inaudible" es una novela de ciencia-terror que podrán hallar en la sección "Novela/Ciencia Ficción" de la Biblioteca Invisible. El autor está a veces en la uve, a veces en la pe.

Fragmento:

Nunca hallo la respuesta.

Nunca supe (y sospecho, sabré jamás) si era un genio visionario o un loco irresponsable.

Nunca.

Nos llevó años de duro trabajo y carísima investigación perfeccionar la fórmula, hasta dar con una plenamente funcional. Las holgadas fortunas familiares de que disponíamos ambos quedaron flacas ante las exigencias de nuestra ardua labor. El enemigo a batir fueron siempre los efectos secundarios. Su asencia, quiero decir.

Hallar la fórmula perfecta.

Una que no abrasase la piel del sujeto, que no lo volviese (recuerdo aún, entre mis pesadillas) del revés. No olvidaré el muchacho aquel que continuó golpeando el vidrio de su celda veintisiete segundos después de que su cerebro dejase de funcionar.

Pareció que la hallamos.

Ningún efecto fisiológico. Ninguna tara visible. Ni rastro de daño celular.

¿Cómo iba a saber yo el tremendo daño psicológico que provocó en mi compañero? ¿Cómo predecir lo impredecible?

Jugamos a ser dioses... y encontramos al demonio.

Ignoro qué llevó a Griffin a inocularse a sí mismo el agente que desarrollamos, y, realmente, a día de hoy, aún no me atrevo a dilucidar si fue un error en la fórmula lo que provocó su demencia o el poder embriagador que le infundió la redoma que se inyectó.

Lamentaré hasta el día de mi muerte, pronta ya, cada vez que dejé de fijarme en la creciente ansia de mi compañero en la búsqueda de nuestra obra maestra.

El Agente de la Inaudibilidad.

Nunca entenderé la extraña lógica que operaba tras el cerebro insondable de mi compañero. Fue siempre mucho más inteligente que yo, y mi ayuda en la investigación no fue más que un mero apoyo para que su privilegiado pensamiento llegase a la línea de meta de la fórmula perfecta. O casi perfecta.

Aún hoy, años después, recibo alguna llamada en mi teléfono privado. Tiemblo, cuando pregunto quién es mi interlocutor. Y no oigo. Y no puedo oír.

Alguien inaudible me escucha al otro lado, pero yo no puedo escucharlo a él. Jamás he tenido la certeza intelectual de saber que se trata de él, pero mi corazón y mis entrañas me lo gritan poderosamente.

El Hombre Inaudible sigue suelto, condenado a una sorda vida de miedo, terror y venganza.

¿Qué lleva al hombre cuerdo a desear la inaudibilidad?

Pienso en ello a menudo.


Y nunca, nunca, hallo la respuesta.

Brístol, julio de 1906.

_______________
La imagen es cortesía de la bella Roci, y la robó de este blog.

miércoles, marzo 04, 2009

El I-Phone de los jipis


Oí mi nombre y me di la vuelta. Me sacó de mi ensoñación.

Era Celia, con sus piernas de un metro, pidiendo que la esperara.

Me sacó de mi ensoñación.

La chica era joven, de veintipocos, y guapa, por lo que recuerdo. Rubia, vestida con vaqueros, todo muy sencillo. Mochila de propaganda. Algo rota.

Llevaba un angelito rubio, vestido de rosa, al que daba de comer un potito. Le hablaba en un idioma que yo no entendía, búlgaro, ruso, no sé. Sonreí al angelito y me devolvió la sonrisa. Me miró con esa curiosidad perfecta con que los enanos miran el universo. Como si todo estuviese recién pintado. Podría vivir en unos mofletes así. Estaban sentadas en un banco de la estación de autobuses. El domingo. En Segovia. A su lado, muy modernos, un grupo de tres o cuatro jipis, con toda herramienta a juego. Rastas, moscas, unos bongos. La pose habitual.

La madre del angelito rosa le limpió la escabechina que éste había contado con el potito en lo que debía ser su boca. Con un pañuelo de papel de marca Dia. Le dio un beso a la niña y dejó de mirarme. Tenía otras obligaciones que atender, y otro trozo de universo en forma de cajita de cartón que explorar. La madre tiró el papel de la escabechina. A una papelera que indicaba claramente que no era de papel. Se marchó con el angelito rosa a un autobús. No sé con qué rumbo.

Uno de los jipis, con ciertamente poca educación, hizo notar a sus compañeros (creo que al artista de los bongos) que qué vergüenza de inmigrantes. Que ni se molestan en reciclar. Que qué barbaridad. Y, para mi sorpresa, la frase. Es que vienen a robarnos el trabajo.

En realidad, pensé, cuando alguien tiene los redaños de abandonar su casa, a su familia, su patria y su lengua para venir a una isla como esta península, en la que, sin memoria, demonizamos todo lo que viene de fuera porque aún nos creemos el imperio, cuando alguien deja todo lo que tiene por la esperanza de un casi nada, y se atreve a convertirse en extranjero en tierra extraña... por mí, puede tirar el papel de sus escabechinas donde quiera. Sobre todo si tiene prisa. Sobre todo si tiene que viajar con un angelito rubio al que limpia con pañuelos del día. Y lleva rota la mochila porque no puede comprar otra. No porque así las vendan en el Verska.

Mientras pensaba esto, al rey de la percusión le sonó el móvil.

Un I-Phone.

Joder con el jipi. No, mama. Con acento en la primera a. Ya estamos en Segovia. ¿Estáis en el chalé?

Oí mi nombre y me di la vuelta. Me sacó de mi ensoñación.

Era Celia, con sus piernas de un metro, pidiendo que la esperara.

Me sacó de mi ensoñación.

Nos subimos al autobús, de vuelta a casa.

El cansancio de una dura semana de trabajo me adormeció un poco en el regreso. El lunes todo era urgente, y no había vuelto a pensar en los jipis. Hasta ahora.

Y no me gustaría volver a hacerlo.

Pero no me quiero olvidar del angelito.