...es el principio y el fin.

jueves, febrero 12, 2009

Genshin - Magia en el Corazón


Tenemos la mala o buena suerte de emplear un idioma con palabras, en lugar de uno con ideogramas. La poesía y los juegos de palabras que nosotros podemos hacer difieren tremendamente de los haiku japoneses o de las pequeñas reflexiones zen de aquellos maestros de los relatos de De Mello.

Pero la poesía, como la belleza, brota de lugares que no son la cabeza, exactamente igual que la magia.

Y hay una historia.

El Mago llegó, casi a la hora en que comen los señores. Paseaba solo, con aquel maletín viejo y heredado donde esconde la magia cuando ésta descansa. Y con la bolsa negra donde guarda el traje cuando no hay focos por encima.

Se los encontró por casualidad, caminando, magia por sopresa. Eran dos, bastante pequeños. Fede, el más grande tiene, tenía ocho años, es moreno de piel y cabello y de mayor va a ser espadachín y guerrero kung-fu, y aprenderá en secreto técnicas ninja. Manuela, que tiene un año menos, no espera a ser mayor y ya ha decidido ser una princesa, y se comporta como si el mundo fuera suyo y tuviese que hacerlo cada día un poco más feliz.

Fede es callado y a veces vive encerrado en un mundo interior lleno de naves espaciales, monstruos y demonios, corriendo a salvar a su hermana (Manuela es su hermana) cuando los monstruos malos la capturan.

Manuela nunca se calla, salvo cuando tiene pesadillas con aquellos monstruos y se le olvida que un Mago Ninja y un Guerrero Kung Fu pueden con cualquier monstruo que la quiera raptar.

Los tres se alegraron de encontrarse. Siempre hay muchos besos cuando lo hacen, y ellos dos, que son jipis pero muy bien educados, le dieron la mano al Mago para no perderse. Y para que él no se pierda.

Manuela le preguntó que por qué no había dormido en casa. La pobre se quedó dormida en la cama del Mago esperando que este llegara. El Mago le explicó que tenía que ir a su Torre Mágica a recoger el malétín de la magia dormida, porque aquella mañana la había despertado para unos niños.

¿Niños pobres? le dijo Fede. El Mago sonrío. Porque la lógica de Fede es siempre asombrosa. Fede apuntó que es estupendo que los magos también hagan magia a los niños cuyas mamás no pueden pagar hechiceros, porque la magia debería ser (y es) un poquito de todos.

Manuela agarró al Mago con las dos manos, justo después de colocarse el sombrero de princesa.

Pues a mí, dijo, mientras miraba el mundo con ojos verdes, me parece muy bien que hagas magia.

Miró al suelo y saludó a un caracol imaginario.

Pero, siguió, con dulce lógica y preocupación, no se te tiene que olvidar nunca que tiene que haber magia en tu corazón.

Y... ¿qué clase de Mago desoye el consejo de una princesa?

domingo, febrero 08, 2009

La lección de Oyaneko-san (volverá la primavera)


El general Oyaneko era un hombre sabio.

Era un samurái.

En un sistema de castas tan demencialmente rígido como el del Japón feudal, era fundamental que la clase guerrera cultivase la espiritualidad de forma muy intensa. La esgrima, junto con otras artes de lucha y su fusión con el movimiento zen contribuyeron mucho a esto.

Un hombre sabio, y un formidable espadachín.

Cuando su señor falleció, éste le ordenó no cometer seppuku, el suicidio ritual. Tenía planes para él. Ser el consejero de su hijo y sucesor en el cargo, quien era aún un niño pequeño.

Sin embargo, otros consejeros, celosos de su posición, crearon un escándalo que arruinó la reputación del general, y este fue relegado a labores de magistrado en una pequeña aldea.

El general Oyaneko, aunque indignado, obedeció sin titubear la orden de su señor, quien fuera aquel niño pequeño a quien tan bien aconsejó antaño.

Nunca pudo aceptarlo del todo.

Pero hay una historia...

Cuentan...

Cuentan...

Que un joven samurái errante llegó por azares del destino a la pequeña aldea que regía Oyaneko-san.

Y cuentan...

Que cuando el joven samurái lo encontró, Oyaneko ya era anciano, y estaba siendo devorado por una virulenta tuberculosis, la extraña enfermedad que los demonios extranjeros trajeron en sus barcos negros.

La historia de lo que hizo el joven samurái en el poblado es otra que no contaré hoy.

Porque cuentan...

Que cuando el joven samurái abandonaba el poblado, el mayordomo del general entró en la habitación de éste, trayendo su habitual y frugal desayuno.

Y no lo encontró.

Temiendo lo peor, corrió.

Corrió buscanda a su amo, que fue un gran guerrero, y no quería resignarse a morir consumido por el mal que trajeron los gaijin.

Corrió, hasta que lo encontró. En las afueras de la tranquila aldea.

La escena... le heló la sangre.

Lo que vió fue a un anciano, erguido, con la talla de guerrero legendario que tuvo antaño. Mirando frente a frente al joven y hábil samurái.

El general, con el hachimaki en la frente y el sageo recogiendo las mangas de su kimono, tenía su katana (marcada por la edad y el servicio esforzado, como su propio rostro) desenvainada.

No quería morir decrépito y enfermo.

Sino como un guerrero.

El joven samurái, aunque muy diestro con la espada, reusaba el duelo. No por miedo: no temía a la muerte, la suya o la de otro hombre. No por vanidad: sabía que el hombre que tenía delante, aunque anciano, era un soberbio esgrimista.

Nadie, nadie, recuerda las palabras que el joven guerrero dijo al general Oyaneko.

Sólo cuentan que fueron sabias.

En un sistema de castas tan demencialmente rígido, los guerreros han de ser sabios, y recordar que las espadas más afiladas son las que se dejan en su vaina.

Pero sabemos que le habló de honor. De bondad. Y de servicio.

Le mostró lo noble que fue aceptando un destino que no merecía por servir a su señor.

De la justicia y equidad de sus juicios, tratando igual a nobles y a campesinos.

Y de la prosperidad que trajo al pueblo con su liderazgo y sabiduría.

El general sostuvo la mirada del joven. Algunos dicen que el duelo se realizó, y que las espadas se detuvieron a milímetros de puntos vitales, y que fue entonces cuando habló el más joven de los guerreros.

Otros dicen que éste no llegó nunca a desenvainar.

Sea como fuere, Oyaneko-san bajó el gesto.

Y comprendió y vió lo acertado de las palabras del joven.

Miró a su mayordomo. "Vamos", dijo. "Tenemos un canal que inaugurar".

Esa misma mañana, el general abrió la compuerta del nuevo canal de irrigación, que facilitó el trabajo de muchos campesinos en la aldea.

Tres semanas después, moría, esclavo de la tuberculosis, con dolores tremendos en el cuerpo y una enorme paz en el alma, traída por aquel joven samurái.

En su lecho de muerte, aquel final de otoño, el general Oyaneko escribió un haiku.


"Buen día para morir.

Volverá la primavera".