...es el principio y el fin.

lunes, agosto 14, 2006

El chino que sonreía a Sara

Pasaba ayer, cenando con La Prince en un discreto restaurante chino, que se llama Pekín y está cerca de la zona de bares que (bondad graciosa) aquí llaman Paraíso.

Hacia la mitad de la cena, tras finiquitar el pan que chorreaba grasa y que La Bella se entretuvo escurriendo a cuchilladas, a medias el pollo y estupendo el arroz, entraron en muy poco discreta procesión, pese al número reducido: un matrimonio cuarentón, con una niña. Barrigudo y corpulento él, con la camisa de los domingos enseñando las pelambres pectorales y una cadena de oro, algo entrecano, macho español casi de libro de texto, pelo rojo de quien ni tuvo ni retuvo ella, maquillada como si fuese a cantar sobre el piano en lugar de una de sus chicas. Ya me entienden. Tremenda, la madame. Y ella, la pobre Sara, vestida de rosa, imagino que en contra de su voluntad, desdentada y pizpireta, trasunto de la Pipi favorita de La Musa que cenaba conmigo.

Sentaditos y hundidas las narices en las cartas de menú respectivas, Ella y Él procedieron a continuar con lo que estaban haciendo desde que entraron, y me aventuro a presuponer, desde hace al menos cuatro años: ignorar a Sara. La pobre, al minuto de que nadie en la mesa estuviese preocupado más que de lo que se iban a zampar, pidió permiso para ir a ver los peces (cuatro peces dorados de esos, en un acuario más bien pequeñajo), a lo que le respondieron que sí, sin siquiera haber escuchado la petición. Lo mismo hubiese dado que la niña pidiese permiso para acuchillar al camarero. Cosa que precisamente no hizo. Y me explico.

Tras un breve momento mirando el acuario, la niña entabló espontánea conversación con uno de los camareros, que poco antes estaba jugando a las cartas con sus compañeros. En cierto momento, el camarero le tapó los ojos a la niña, en un juego injocente del que sólo la niña conocía todas las reglas. La única persona aquel rato que hizo caso a la pequeña persona que jugaba en su cabeza con los peces fue un perfecto desconocido de sonrisa sincera que apenas hablaba el mismo idioma de Sara (si es que alguien habla el idioma que todos hemos olvidado al dejar de ser niños).

En ese mismo momento el padre de barriga y cadena de oro, miraba al chino de reojo, con cara de "quita las manos de mi niña, chino de mierda, a ver si me levanto y te reviento". Sin mediar un momento, Sara, ven, le dijo a la niña, la que obediente y amable, despidió al camarero con una sonrisa y un simpático "hasta luego". El camarero miró al padre devolviendole la sonrisa de la hija con la amabilidad que sólo los que hacen de la hostelería un arte saben, le dijo adios, que no hasta luego a la pequeña, y regresó a su juego de cartas, cómplice único de un mundo que acababa de romperse, y del que, si dejamos de lado a los de dentro del acuario, sólo Sara tenía las claves.

¿Puedo jugar con los peces?

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Encantadora niña y encantador chino. Del padre podrían decirse muchas cosas, pero la más grave es ¡¡inconsciente!!. Yo me cuidaría mucho de enfadar a unos chinos que juegan a los naipes ruidosamente al amparo de un Nin.

PD: Me recuerdas a Perez Reverte.

Anónimo dijo...

Un saludo y un beso (no te quejes :P)

Elendaewen dijo...

El aborigen de oro colgante se da cuenta de que le falta algo cuando otro (y si es extranjero más) hace sonreir... Triste y encantadora la forma de haberlo narrado =)
Te prometo que no he leido el libro q mencionaste, lo iré buscando.
Un saludo.

Anónimo dijo...

Si que te ha dado fuerte con Reverte.
Bueno, tengo que confesar que la comida fue un espanto, pero la niña y los peces eran majos.

Elena Martín dijo...

por Sara!
y por los peces!
Salud!