Lo que se rompe no se puede reparar. Es una norma básica que conocemos todos los que practicamos el noble arte del modelismo. Cuando a un orco de treinta milímetros se le rompe un brazo o un elfo quiebra el arco que transporta, el arreglo es siempre prácticamente inútil. La junta quedará débil, frágil y endeble. Y la solución es sencilla y radical: archivado en la vitrina, alejado de los brutales combates de los juegos de estrategia, lejos de los maletines con gomaespuma que lo hubiesen transportado a partidas de juegos de interpretación. Embarrancado y quieto. Servirá sólo de recuerdo de lo que fue una vez y ya no es, por mucho que al observador casual le parezca idéntico a cómo fue antes de la rotura.

Pero al ojo entrenado del maquetista experto le resulta imposible no fijarse en la fractura del brazo, de la lanza rota, del cañón de 120 milímetros de un tanque Leopard II a escala 1/35 que nunca disparó y no volverá a hacerlo.
Igual sucede con los espejos. Sólo que si rompes uno, no sólo no podrás repararlo, sino que cada fragmento que mires reflejará una faceta diferente, un trozo de rostro que no es el tuyo, un momento entrecortado que no es el conjunto real por mucho que lo intentes. Y si te alejas y miras todos los trozos juntos y recién pegados, sólo verás una imagen deforme que nadie podrá reconocer.
Norma básica: no se puede reparar.

Pero al ojo entrenado del maquetista experto le resulta imposible no fijarse en la fractura del brazo, de la lanza rota, del cañón de 120 milímetros de un tanque Leopard II a escala 1/35 que nunca disparó y no volverá a hacerlo.
Igual sucede con los espejos. Sólo que si rompes uno, no sólo no podrás repararlo, sino que cada fragmento que mires reflejará una faceta diferente, un trozo de rostro que no es el tuyo, un momento entrecortado que no es el conjunto real por mucho que lo intentes. Y si te alejas y miras todos los trozos juntos y recién pegados, sólo verás una imagen deforme que nadie podrá reconocer.
Norma básica: no se puede reparar.