Ni en Calamocha.
El viento se lleva el último campo de trabajo, convirtiendo en memoria lo que era presente, justo antes de la resaca y de llamarse nostalgia.
Ha, como le dije a David, estado bien.
Hemos hecho frente a un campo totalmente desorganizado y le hemos sacado provecho. Nos hemos reído, hemos llorado, hemos visto (¡tenían un rex!) dinusaurios, hemos sido cebados a discreción por doña Rosario, hemos hecho la fiesta, hemos nadado, y, dicen unos carteles, limpiado una parte de un río, cerca de un puente romano donde se hacen calvos, y que se llama Jiloca.
No ha estado mal.
Terminó muy bien lo que empezaba regular, y se han grabado momentos (en la cabeza, porque no me fío de las fotos) que no podremos olvidar. Un perro llamado Tortilla, al señor Bitar con gafas de judío y fez de Pakistán, mesié Paul con un perrito de globo en el paquete, los escotes (nunca suficientemente rumoreados) de Mapi, la nerviosísima Marta que resultó ser de pega, la tortuga gigante y la tortuga francesa, el descubrimiento inesperado de que los guardabosques de Dragones y Mazmorras sí que existen y se llaman Paco, los disfraces de ánima, la anaconda, el superheroico rescate de Anita en medio de la marisma.
Nos lo montamos en plan pajillero. Con lo que había y como pudimos. Y así, a pelo, hicimos un taller de defensa personal, uno de masajes, una noche de los talentos en la que Luis no pudo mear y un falso estriptis que nadie vengó.
No fue tan mala idea incumplir las normas de la campística, y llevar en el calcetín a Blonca. Con o.
Y, como la dama Pelirrubia me dijo una vez, me levanté una mañana y vi que la herida ya no estaba.
Me duele, sí. Pero sólo cuando aprieto.
¿Quién ha dicho culo?